domingo, diciembre 12, 2010

domingo

Hace cinco años no pensábamos en nada porque nuestro hermano estaba muerto y todo era calor, dolor y abrazos, ese tipo de cosas. Viento, nubes espesas y desconcierto. El rosal del camino en flor y la chacra en verano, verde, fresca, linda: tan desubicada como los perros, enredados en cientos de piernas tristes. Sol y una pena infinita: la sensación de que nada más nunca va a ser lo mismo. El dolor que cede y que al rato vuelve, con la fuerza de las olas, de la marea, de todo lo que vuelve. Alguien prende un fuego abajo del nogal y todos lo mantenemos prendido un día, dos días, los que hagan falta. Alguien saca un parlante y suena música y pasan todos los amigos a despedirse: Gomez, Cave y Bowie, que canta Five Years una y otra vez, como un mantra: cinco años, dice, y cada uno hace lo que puede con esos cinco años. Pero ayudan a purgar el vértigo: hace cinco años todo era distinto, dentro de cinco años todo va a ser distinto.
Y lo es.




viernes, diciembre 03, 2010

viernes

" Hillary camina de una lado al otro de la habitación. Arrastra tras sus pies la bata blanca y mullida y deja en el aire su perfume y su preocupación.

-¿Podés tranquilizarte? -pregunta y afirma a la vez Bill, recostado en la cama y sin sacarle los ojos de encima al libro. Es un libro grande y de tapas coloridas: de las típicas autobiografías que le gusta leer.

-No, no puedo.

-Quedate tranquila Hill, todo va a estar bien. Es cuestión de tiempo -le dice Bill mientras pasa de página.

-No, esto es grande. No va a pasar, van a rodar cabezas -grita Hillary y el ojo derecho le tiembla y se llena de lágrimas.

-Cariño, esto también pasará. Recuerda que yo me garché a una becaria en el salón oval y...

Hillary, en una crisis nerviosa, le saca a Bill el libro de sus manos y lo tira hacia la ventana, rompe el vidrio y una alarma empieza a sonar.

Cuando alguien logra por fin apagarla, Hillary ya duerme el sueño del alplax abrazada a su marido."



jueves, noviembre 25, 2010

jueves

Los días, una vez que atraviesan el mediodía empiezan a arruinarse de a poco. Primero, al cielo, de un azul que lastima, comienzan a aparecerle manchas blancas: nubes finas y alargadas que cada vez son más. Después, el viento. Después, la resolana: ese cielo que fue azul y después manchado ahora es una capa blanca que se mezcla y se pierde entre las montañas que, allá arriba y allá lejos, todavía tienen nieve. Y la siesta, claro. Y el polvo de la calle que levantan los autos cuando pasan. Algunos pasan lento, otros más rápido. Algunos ponen el guiño antes de doblar, otros escuchan reggaeton. Y los perros que ladran. Y el coro de máquinas que cortan el pasto.
La cuatro de la tarde es el peor momento: el frío de la casa vacía, el cuarto oscuro, la película sin volumen que se repite en el televisor, los ojos que tardan en acostumbrarse, el cuerpo que no sabe dónde está, la baba en el almohadón.
En algún momento, hacia la noche, como suele decir el pronóstico, empieza a mejorar todo.
Pero ya no nos importa.

jueves, noviembre 18, 2010

jueves

¿sabías que del otro lado del mundo, en las antípodas, está Urad Zhonqi, un lugar que desde el espacio se ve amarillo y gris y toda otra gama de colores que parecen sacados de la pesadilla monocromática de un ciego de nacimiento, y que forma parte de la región autónoma de Mongólia Interior, una provincia de la China en la que hay mucho carbón y berilio y niobio y circonio y también cabras que pastan en las llanuras desiertas, con inviernos largos y fríos, que alcanzan los -23 ºC, y con veranos cortos y tristes?






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domingo, noviembre 07, 2010

domingo



una pared




una lámpara




un poste




Juan y Lu y los pies en el agua
(estas son algunas de las cosas que me gustan de la playa antes de que explote el verano)

miércoles, octubre 27, 2010

miércoles




Chau, Néstor,
los que volvimos
a creer en la política
gracias a vos
te vamos a extrañar.

jueves, octubre 07, 2010

jueves

Irreverencia. Esa es la palabra que busco y no encuentro y voy a tardar un rato en encontrar, tal vez porque el contexto no ayuda: son las cuatro de la tarde, el pueblo está dormido y la resolana hace que todo se vea blanco. Tal vez porque ya estamos sentados en una de las dos mesas que el único bar de El Hoyo tiene en la vereda, frente a la escuela, en una calle de polvo y pozos, y la botella de cerveza y los chops dejan sus huellas de agua en la madera barnizada. Acabamos de salir de una reunión de esas que nos podrían llegar a gustar por lo antropológico, pero que ni siquiera. El clima está raro. Hay resolana, ya lo dije, pero de vez en cuando sale el sol y, muy cada tanto, caen algunas gotas de una lluvia que no moja. El bar está cerrado, o debería, pero el dueño y unos amigos aprovechan la siesta para enchufar guitarras y bajo y tocar los principios de canciones que sabemos todos: thedoorsdirestraitsredhotchillipepperslarengasumometallica y volver a empezar. Son tres y son los sultanes del riff y están sentados sobre sus amplificadores. No fuman, no toman, no hablan. Un grupo de chicos sale de la escuela que está enfrente y pasa por el kiosco y compra lo que compran los chicos que salen de la escuela, caramelos, alfajores, y esas cosas que se ponen de moda según la época del año, como gomitas de miel, ponele. Al rato desaparecen por la calle y quedan sus gritos y los papeles de los caramelos y los alfajores tirados en el piso. Queremos hablar de política pero hablamos de nosotros, y todo lo que no decimos queda flotando en el aire y se pierde en el blanco de la resolana. Hablamos de nuestras vidas, tan rurales y tan urbanas, comparamos nuestros caminos, o al menos las coincidencias y meditamos las diferencias. En un momento quedo solo y pienso en ese día interminable que a la tarde fuimos a la popular de Independiente y comimos un choripán que el choripanero abrió al medio con la uña del dedo meñique y tomamos vino que de vino apenas tenía el color, y al anochecer subimos diecinueve pisos en un ascensor metálico hasta un restaurante en el que sonaba música tranquila y regalaban el champagne: cada vez que acercaba la copa a la boca todo el glamour se reflejaba en el brillo de mis dedos de pan y chorizo y vino. Ahí, en ese piso diecinueve, vimos desatarse una tormenta con rayos y centellas que nunca antes habíamos visto y más tarde tomamos un taxi y terminamos en lo de mi abuela, su madre, tomando un té, primero, y un whisky, después, con los pies, descalzos, hundidos en la alfombra beige y el reloj que cada tanto -una hora, pero a veces parecía más y a veces menos- marcaba la hora. Irreverencia, sale, llega, la encuentro y la digo. Y sí, esa era la palabra y ahora no me acuerdo para qué la buscaba. Un falcon gris destartalado rompe el encanto y nos levantamos. Adentro el bar es sólo otro bar de día: un no lugar, como un supermercado a la madrugada, pero las guitarras siguen sonando. Pagamos, saludamos y nos vamos. Resolana, cerveza fría y rockandroll. Un padre, un hijo. A las cuatro de la tarde. En El Hoyo. Un martes.

jueves, agosto 26, 2010

jueves

Que llueve ya te debés haber enterado: me imagino que es lo primero que te dicen a medida que llegan y te saludan los que pudieron irse. Cómo llueve, de qué manera, los ríos, los lagos, el agua marrón, la furia y la angustia y otros lugares comunes. Pero, mientras tanto -siempre mientras tanto-, la vida acá sigue como sigue siempre la vida, incluso después de terremotos y bombardeos y crisis económicas. Hay rutinas que se mantienen, cuestiones cotidianas que marcan los hitos del día, más allá de los acontecimientos magnánimos, como la lluvia, los ríos, los lagos, el agua marrón. Los techos resisten y todavía queda leña y fósforos y comida. Tomo té y me distraigo con pequeñeces, como la gata que descose un almohadón o el potus que avanza sobre la pared o la danza árabe del fuego en la chimenea. Y espero.

viernes, agosto 20, 2010

viernes

J. trabaja para un millonario que tiene tierras y equipos de fútbol y ese tipo de cosas que tienen los millonarios. Una vez por mes viaja en una trafic que lo lleva primero por una ruta de asfalto oscuro y después por una calle de ripio hasta un valle con bosques de coihues y cipreses y ríos de agua verde. Ahí, en ese valle, vive veinte días al mes junto a otros compañeros de trabajo en un refugio de madera y estufa a leña que en realidad es un tacho de doscientos litros con puerta, y ventanas empañadas. Trabajan, esos veinte días, en el campo: plantan árboles, hacen leña, cazan las liebres que mastican los árboles que plantan, recorren las cientas de hectáreas. Cada tanto, por la noche, comparten un vino y arman cigarrillos con tabaco mariposa y papeles ombú mientras calientan un pedazo de cordero en el horno que es un tacho de doscientos litros.
Hace poco tiempo el papá de J. le regaló un perro: un cachorro inquieto y peludo. J. lo dejó en su casa, que es la casa de sus padres. Un día se le ocurrió que lo podía llevar al campo del millonario para que lo ayudara a cazar liebres y para que le hiciera compañía. Llevó al perro en la caja de su camioneta una mañana de nieve y gris. El perro ladraba a los autos que pasaban, a los caballos y a los camiones, y los ladridos entraban amortiguados por el vidrio y el zumbido de la calefacción y la radio a la cabina en la que J. iba solo, fumando, mientras en la ruta oscura pasaba autos, caballos y camiones.
El perro corrió por el campo y cazó liebres y acompañó a J. a recorrer las plantaciones, adelantándose y volviendo rápido, con la cabeza llena de escarcha, con las orejas como con vida propia, con la cola erguida y llena de abrojos. Algunas noches muy frías durmió adentro de la casa, abajo de la estufa a leña. Otras, durmió afuera y le ladró a la luna y a los ruidos sin dueño que llegaban del bosque.
Uno de los capataces, un chico acostumbrado a dar órdenes y a que sean obedecidas, le dijo una tarde a J. que no dejara el perro suelto, que si se acercaba a la casa de los capataces o corría alguna oveja se iba a encargar él mismo de matarlo. No te preocupes, respondió J. con el perro entre las piernas y mirándolo fijo a los ojos en retirada, no lo voy a dejar suelto.
Una noche el perro no volvió. Tampoco volvió el día siguiente. Ni el siguiente. Lo buscó por las plantaciones y por los corrales y por el bosque. Lo buscó y gritó su nombre y sacó comida afuera para que la oliera. Otra noche, mientras cenaban, uno de sus compañeros le dijo que no lo buscara más, que aquel chico acostumbrado a dar órdenes y a que sean obedecidas lo había matado como había prometido, que el perro había llegado a la casa de los capataces persiguiendo una liebre y que el chico le había silbado y que cuando se acercó le pegó un palazo en la cabeza y después lo tiró a un fuego que habían prendido hace un tiempo y que seguía con llamas y que cuando lo tiró el perro todavía estaba vivo o al menos eso parecía y que se quedaron todos mirando, en silencio, cómo el perro aullaba y desaparecía en el fuego. J. dejó la comida y tomó lo que quedaba de vino en su vaso y después salió afuera a mear en la helada bajo el cielo negro.
Pasaron unos días y el chico fue a dar órdenes a la casa de los trabajadores. J. le preguntó si había visto a su perro, que había desaparecido, y le dijo que se acordaba de su promesa. El chico le respondió que ni idea, que tenía cosas más importantes de las que ocuparse. J. lo miró serio y le volvió a preguntar si seguro no lo había visto: ¿seguro que no lo viste, eh, pelotudo?, le gritó, porque me dijeron otra cosa, y eso que hiciste no se hace, ni con mi perro ni con ningún otro perro, y la vida tiene sus vueltas y algún día te voy a encontrar y te voy a cagar a palos. No me voy a volver loco por buscarte, no te preocupes, porque la vida tiene sus vueltas y te voy a encontrar, ¿me entendiste?
El auto queda en silencio: solo se escucha el murmullo de motor y el ripio que se acomoda bajo las ruedas a medida que avanzamos despacio por la entrada de la chacra. ¿Y lo encontraste?, le pregunta M. Y J. se ríe y dice que no, que todavía no, pero que le gustó cómo quedó la frase de las vueltas de la vida, y que será sólo cuestión de esperar.

jueves, agosto 05, 2010

jueves

La mañana es azul y fría y con sol, Lu se va temprano y nos quedamos con el cachorro sin tener muy en claro qué hacer con las horas que nos quedan por delante. La única consigna es no prender la computadora, al menos hasta el mediodía, y tomar mate -yo-, mamadera -él- y comer vainillas -ambos-. El sol entra en la casa por las ventanas sucias después de tanto invierno y proyecta dibujos raros sobre el piso recién barrido que se mantiene caliente, todavía, gracias al recuerdo de la losa radiante -esplendorosa-, de la noche anterior. En la radio, al locutor se le escapa un uhmm cada dos palabras, un uhmm que, suponemos, en algún momento sirvió para hacer énfasis, para acentuar determinados momentos, determinadas oraciones, para generar determinados climas, y ahora ya fue, el mmm se volvió autónomo, se independizó y se pasea libre y desfachatado a lo largo de todo su relato. Jugamos un rato con el uhmm de fondo: dibujamos una hoja en blanco con un lapiz y una bic, hacemos saltar a Woody por los aires, le ponemos zapatillas a un par de osos aburridos. Unos minutos más tarde, cuando la helada ya cedió un poco y el hielo le empieza a dejar el lugar al barro, salimos, con campera y gorro y el humo que sale de la boca. Caminamos las tres cuadras que nos separan de la dueña de la casa, le pagamos el alquiler, le llenamos el living de migas de vainillas y nos volvemos al sol y al barro. Cerca de casa Juan dice que no y empuja para el otro lado, su mano roja y fría y sucia se suelta de la mía y avanza solo hacia el sur. ¿Querés seguir caminando?, le pregunto. Sí, contesta, acá, mirá, más. Con menos consonantes, pero se entiende lo mismo. Y seguimos caminando, entonces, ahora sin rumbo fijo, acá, mirá, más. Pasamos casas y baldíos, nos ladran perros malos y se acercan perros buenos, un par de autos bajan de velocidad cuando pasan cerca nuestro. Cruzamos unas calles más y nos metemos por una de las picadas de las que atraviesan el aeropuerto, entre retamas verdes y cardos secos y mosquetas rojas. El aeropuerto está vacío. Caminamos por la pista gastada y gris: hay huellas de frenadas, hay botellas rotas, hay plantas que de tanto insistir rompieron el asfalto y ahora crecen como en un jardín soviético. No se escucha nada. Cada tanto algún camión en la ruta o perros o motosierras, pero cada tanto. La mayor parte del tiempo hay silencio. Y caminamos y los vidrios rotos de las botellas arman un caleidoscopio y el sol y el cielo azul y el frío. Acá, mirá, más. Y volvemos.

domingo, agosto 01, 2010

domingo

Anduvimos a caballo hasta que un día dejamos de hacerlo. No sé cuándo fue, pero seguro no fue por culpa de la caída, porque esa vez nos obligaron a volver a montar enseguida: para que no queden asustados, dijeron. Y estábamos asustados. Asustados de la fuerza imparable, del instinto ciego: el de ellos, obedeciendo algo que los obligaba a correr sin parar, con las orejas tiradas para atrás, livianos en sus ochocientos kilos de carne y pelo y vasos; y del nuestro, que nos hizo saltar desde los dos metros del caballo enloquecido al piso, sin pensarlo, sincronizando la caída: uno en el pastizal, el otro en el charco, pero justo antes del ripio. Dicen que nos vieron pasar desde el living de la casa, y era otoño, así que se veía, porque los árboles ya no tenían hojas y el sol daba justo ahí, sobre ese cuadro arado con el camino entre los manzanos y los robles. Y nosotros galopando, a galope tendido, como se le dice y como le decíamos, galope tendido, que era con las piernas abrazando la montura y el cuerpo inclinado hacia adelante y los brazos ofreciéndole las riendas al caballo como en un ritual, y las lágrimas en los ojos y un ruido que no era el ruido que uno imaginaría sino algo parecido al silencio mezclado con la respiración agitada del animal y la tierra que tiembla, ahora sí, ahora no, ahora sí. Y entonces darnos cuenta de que ya está, que el galope fue tendido por mucho tiempo y ahora el caballo se desbocó y no alcanzan ni los metros ni la fuerza ni el espíritu para poder frenarlo. El instinto, decía. Y después la caída. Saltar, caer, rodar, y mirar desde el piso a los caballos quietos que nos miran algunos metros más adelante, y los padres y madres y hermanos y primos que vienen, no sé si corriendo pero sí con la velocidad del miedo, a ver cómo estamos, y entonces sí, llorar y dejarnos abrazar, exagerando el dolor, descubriendo en el piso los restos del orgullo cowboy destruído.
Algunos días más tarde volvimos a subirnos a los caballos, a Inacayal y a Coirón, y anduvimos hasta que un día dejamos de hacerlo.

lunes, julio 26, 2010

lunes



Un hijo perdido en una selva de potus y libros en un noveno piso de la gran ciudad.

miércoles, julio 21, 2010

miércoles

Hola, permitan que me presente: soy el señor que elige las películas que se ven en los ómnibus de larga distancia. Mi nombre es Roberto y me dedico a esto desde aquella primera vez que a alguien se le ocurrió que se podrían poner televisores en las unidades de transporte automotor para hacer más ameno el viaje del pasajero: vocación de servicio, que se dice. Y estoy en esta oficina desde entonces, hace ya tanto tiempo. Quién lo hubiese pensado. En serio. En todos estos años el formato cambió, primero VHS, ahora DVD, en el futuro quién sabe, pero la idea básica de mi trabajo permanece inalterable: todo se trata de entretener, de acercarle al pasajero lo mejor del séptimo arte en películas de hora y media de duración proyectadas cada cuatro horas, aproximadamente. Elegir las películas es un arte: yo soy una especie de DJ de imágenes y sonidos y para eso sé combinar géneros y estilos y actores y directores para conformar ese combo, ese producto final que se llama placer estético. No cualquiera puede armar sesiones de diez horas de películas para viajes largos sin perder coherencia o descuidar aspectos básicos como Steven Seagal o Jackie Chan o Morgan Freeman. Para hacer esto hay que tener la mente y los ojos y los oídos entrenados: hay que saber cuáles películas provocan sueño, cuáles carcajadas, cuáles malestar. Hay que saber combinar la tristeza y la felicidad y también el drama y la comedia a los distintos momentos de un viaje, a los distintos momentos de un día, a los distintos momentos de una geografía. Pero también, hay que saber que hay cosas que son infalibles, como Sandra Bullock o Tim Allen o Morgan Freeman: Morgan Freeman sobre todo. Se puede amenizar un viaje de Ushuaia a Misiones con películas de Morgan Freeman. Porque hay películas de Morgan Freeman para todos los gustos. Y yo me encargo de eso, de todos los gustos. Hay que saber también que no existen, en este trabajo, películas buenas o películas malas: existen películas para viajar. Y de eso se trata todo.
*
Hay noches en las que pienso en las miles de películas que en esa hora precisa se están encendiendo en los miles de ómnibus que recorren las rutas del país como leucocitos de dos pisos y azafato correntino que atraviesan las venas de un cuerpo dormido.
*
Pienso en las películas y podría, si hiciera el esfuerzo, saber con exactitud qué película se está encendiendo en cada unidad. Qué película, qué actor, qué director, y también qué geografía, qué momento del viaje, qué momento del día.
*
Morgan Freeman.

jueves, julio 01, 2010

jueves

Anoche soñé que estaba en la casa de Cerati con mi padre y algunos amigos. Habíamos llegado de casualidad, yo tenía la ropa sucia y los ojos nublados. La novia de Cerati, una rubia dulce y linda nos traía ropa para que nos cambiáramos: total, decía, Gus no la va a usar más. La ropa tenía toda la onda, pantalones brillantes, camperas modernas. Ninguna me quedaba bien pero la novia me decía que me la llevara igual, que en algún momento la iba a necesitar y me daba una bolsa de la anónima hecha un bollo para que guardara todo y no se mojara.
Le preguntaba si podía revisar mails, que estaba esperando algo, que siempre espero algo, y me decía que sí, que pase a la habitación del fondo. Había tres computadoras nuevas, de pantallas grandes y blancas. Mientras trataba de entrar al mail veía o vi, sentado en una silla, a Cerati, con una bufanda roja y azul y la mirada perdida. Al principio me asusté, o al menos me sobresalté. Al rato entro la novia y me dijo que no me preocupara, que estaba ahí pero que no estaba, que sólo reaccionaba al ruido del chat de msn. ¿Usás msn? No, le dije o le decía o le digo: los tiempos se confunden. Hace muchos años que no uso el chat. Está bien, me decía, yo ahora chateo porque tengo mucho tiempo libre. Me imagino, asentía, o asentí, mientras esperaba que el mail se cargara.
Mi viejo y un amigo entraron a ese cuarto a buscarme: ya nos vamos, se hace de noche.
Con la bolsa de la anónima llena de ropa brillante y moderna, sin haber visto los mails, la novia me acompañó hasta la puerta. Mientras todos salían, la novia, apoyada en la puerta de madera pesada se me acercó y me dio un beso largo, dulce, rubio y nos fuimos.


PD: qué aburrido leer sueños de otro

martes, junio 08, 2010

martes

28 años
Uno más que Hendrix, Joplin,
Morrison y Cobain.
Algo es algo.

viernes, junio 04, 2010

viernes

Es petisa y tiene anteojos y arrugas en la cara y una pollera de evangelista. Entra a la oficina sin hacer ruido hasta que de pronto empieza a sonar el celular que guarda en un estuche en su cintura. El ringtone es un chamamé y tal vez porque la tomamos por sorpresa ahí dentro y no quiere contestar, o porque quiere escuchar la canción entera, lo deja sonar hasta que alguien del otro lado se da por vencido y corta. P le pregunta si baila. Querés bailar, le dice. Ella dice que no, que nunca bailó, pero que al chamamé lo lleva en la sangre. Yo nunca la vi en mi vida pero ahora en su cara creo reconocer los rasgos de sus hijos que conozco. P le habla con confianza, la tutea, la llama por el nombre, que es un nombre largo y que podría tener muchos diminutivos. Será que no bailo porque el que toca no baila, dice, ya acomodada de espaldas al calefactor. Vos tocás, ¿no?, ¿el acordeón? afirma y pregunta en el mismo movimiento P. Tocaba, y qué lindo que tocaba, pero ahora ya dejé hacer rato. Yo estoy en la escena pero no participo. Miro y asiento: ultimamente me dedico a asentir.
Cómo me gusta el chamamé, dice ella y se frota las manos y se estira la pollera. La luz del tubo fluorescente titila un segundo, el calefactor tiembla por el calor. Estoy averiguando sobre la historia del pueblo, dice P de pronto y la mira fijo. Ella se estremece de una manera extraña y dice, como acomodándose para el fusilamiento: pregunte nomás. ¿Quiénes son sus padres?
Algo cambia en esa habitación y los tres nos podemos dar cuenta de que nos estamos metiendo en un territorio desconocido. Mis padres, si son mis padres, son A y B. Ah, es complicado, dice P pero ya es tarde. Sí. Mi padre, si era mi padre, murió en mis brazos cuando yo tenía siete años: veníamos de Esquel y me dijo tengo sueño y cerró los ojos y nunca más los abrió. Yo era chiquita, pero lo recuerdo, porque desde muy chica que me acuerdo de cosas, me acuerdo de viajar en tren desde El Maitén a Esquel, sola, con seis años: el humo de la máquina, el frío de la estepa. P, ante la encrucijada de salir de ahí ya mismo o de seguir escarbando, la mira a los ojos y, como yo, asiente y nada más. Siempre sospeché que mi padre era C, un viejito simpático que vivía en Maitén, que enviudó hace unos años. El toca el acordeón no sabés cómo. En cambio, en mi familia nadie, salvo mis hijos, tienen facilidad para la música. Una vez le pregunté. Nos juntábamos cada tanto a matear con tortafritas y le dije mire, don, en el pueblo la gente comenta, usted sabe, que bueno, que en realidad mi padre es usted. ¿Y sabe qué me dijo? Nada me dijo. Ni sí ni no ni una excusa ni nada. Se puso serio y salió de la casa. Por un tiempo no me habló, me esquivó y yo no lo visité más. Pero después volví. Es muy bueno el viejito y nos queremos como... ¿Y tu mamá?, pregunta P. ¿Mi mamá verdadera o la otra? dice, y me parece ver que más allá de los anteojos los ojos están húmedos y brillantes, pero tal vez es sólo un reflejo. Ah, ¿también sospechás de tu mamá? Sí, de los dos. Antes se estilaba que una familia le dejara el hijo a otra familia y algo así sospecho. Nunca lo voy a saber, igual. Y a veces me gustaría, no por algo, no es que le vaya a pedir el campo al viejo, si ya se lo dejó todo a su hijo mayor, como se hacía antes, todo al hijo mayor, las treinta hectáreas, para que los demás -y eran como doce hermanos- no se peleen. Era fácil, antes. Mi abuelo, el padre de A, mi padre que murió a mis siete años, llegó del norte con dos amigos. Eran jóvenes y los tres se pusieron el apellido de un viejo que los recibió y los ayudó allá en el desierto. Ellos bajaron sin nada, hace más de ochenta años. Y acá era distinto, había otras leyes, otros tiempos, se andaba a caballo, había más rato para pensar. Y entonces calla y piensa y mira el piso, lleno de huellas de barro, y dice que se tiene que ir y se va.

viernes, mayo 28, 2010

viernes

El año pasado escribí un diario que duró menos de veinte días, que es poco, pero también es mucho. La primera entrada fue un viernes de fines de mayo. Me parece que voy a empezar otro: al menos para no olvidarme de días como hoy, días tan olvidables.


Viernes 22
Sigue la lluvia. Las calles de ripio están llenas de charcos marrones, el cielo está gris oscuro y quedan pocas hojas en los árboles. En el fondo hay un charco de agua verde, hace algunas horas era apenas pasto mojado. Dicen que en las afueras y cerca del río ya están preocupados y armando bolsas de arpilleras rellenas de arena. Dicen. En realidad dice, y el que dice es la radio. Radio de pueblo, con efectos de sonido y la voz que queda repitiéndose en un eco al infinito.

***

Los perros están en celo y ladran y corren y se muerden. Están mojados y huelen peor que un perro mojado. La perra de la puerta es simple espectadora, no entra en el juego de ladrar y correr y morder: se queda en la puerta, y está seca, sí; seca y nada más.

***

Sigue la lluvia. Arriba, en las montañas también llueve. Hace algunos días nevó, pero ahora se ven las piedras negras y mojadas y apenas algunas manchas blancas de nieve. El negro de las piedras negras contrasta contra el gris de las nubes grises y parecen más negras de lo que son, o el cielo menos gris de lo que está.

***

Anoche fue la primera noche en la casa del pueblo. En la cama, acostados mirando el techo de maderas oscuras escuchamos pasar autos pisando charcos y perros y caminantes y en el otro cuarto la respiración tranquila de Juan.

***

Podría adivinar los autos que pasan por la calle por el ruido que hacen: por el caño de escape, por el tren delantero suelto, por problemas con los amortiguadores, por el diferencial roto, por cómo vibran sus ruedas, sería un juego divertido. Acaba de pasar una f-100, esa es infalible. Y un citroen 3cv.

***

Juan crece. Juan ríe. Juan aprende. Todo el día. Ahora hace ruidos extraños: saca la lengua y grita un grito agudo y se ríe y nos hace reir. Todo el día, nos hace reir. Pasamos el día mirándolo, y la pasamos bien.

***

Hace algunos días estábamos en la ruta, avanzando a cien kilómetros por hora en la partner gris cargada hasta la manija. El viaje fue en escalas y sin contratiempos ni estereo. La ruta como metáfora de la vida. El pasado deformado por el espejo retrovisor, el futuro como un espejismo de agua en el asfalto ardiente, el presente inasible, ya es pasado, todavía es futuro: es apenas una línea blanca que acá está y acaba de pasar acompañando a una línea amarilla que sigue hasta después de la curva. Metáfora chota, pero en algo hay que pensar mientras pasan las líneas blancas y las amarillas, mientras pasan los kilómetros y los paisajes, mientras se acaban algunas ciudades, empiezan otras y después ya no hay más nada.

sábado, mayo 01, 2010

sábado

Ya me despedí de todos los que están en la casa. Son varios y deambulan buscando un lugar cómodo y una ocupación que distienda: algunos están frente a la tele, otro en la computadora, uno hace crucigramas en la mesa. Afuera, en el jardín, y recién lo veo cuando estoy por abrir la puerta para volver a mi casa, está mi abuelo. Está sentado en una reposera de colores, bajo la sombra del fresno. Calfú, el perro oso, está sentado a su lado, con la cabeza entre sus piernas de elefante viejo y cansado. Lo acaricia despacio, en automático: su mano de carpintero con el meñique torcido y rígido sube y baja por el pelo negro del perro. Con la mano en el picaporte, lo miro un rato que en realidad es un segundo, o menos, y vuelvo, atravieso la casa y salgo por el jardín de adelante para despedirme de él. Cuando estoy cerca noto el movimiento imperceptible, como un temblor, que sacude desde su barba blanca, hasta la punta de sus zapatos de cuero. Está llorando. Y nunca imaginé que alguna vez lo vería llorar. Hace calor, el calor que hace siempre en momentos como éste. Lo abrazo de una manera incómoda: él está sentado y yo al lado, agachado. Intento consolarlo: le digo que hay que ser fuerte, que lo que importa es que sufra lo menos posible, y otras oraciones por el estilo, inútiles, que a medida que las digo se vuelven más inútiles, más vacías, más nada.
*
El sudor de las manos, el polvo de la calle, un auto que pasa, las lágrimas de un abuelo indestructible que bajan por su cara lentas como un glaciar.
*
Mi abuela todavía está en el hospital. Faltan algunas horas para que la veamos morir en la cama blanca -blanco también el pelo, blanca la piel, blanco el día de sol blanco que encandila-, sus hijos, sus nietos, su familia, su work in progress absoluto. Queda tiempo para subirme al renó nueve y manejar hasta el supermercado, comprar unos vinos y un queso, volver y regar las plantas de la casa sola sin hijo ni mujer; queda tiempo para pensar que esto, esta sensación de fragilidad e incertidumbre, puede mantenerse así por días, semanas, meses; queda tiempo para regar el jardín al atardecer, con el cielo rojo, el calor del sol todavía en la tierra, en la cabeza, en el aire; el frío del agua en el dedo pulgar y cada tanto una catarata de agua, un arcoiris, miles de gotas en la cara; queda tiempo para ir al otro día a buscar con hermano Marcos a hermano Fermín al aeropuerto de Bariloche, con un compilado de música ad-hoc, con Wilco y Nick Cave y Cohen y los Wilburys viajeros. Queda tiempo de mirar aterrizar el avión y ver a aparecer por la escalera mecánica, primero los pelos, después la cara y después la longitud entera, que finaliza en unas zapatillas de bowling de Fermín que se ríe. Queda tiempo de viajar como tres hermanos que se reencuentran y viajan por la ruta y, si fuera una película, por un gesto, por algo, uno se podría dar cuenta de que algo va mal, más allá de la alegría del reencuentro, más allá del día y el sol y el cielo azul y los lagos, más allá de la magnífica banda de sonido. Hermano Fermín pregunta cómo está todo y le decimos lo mismo que le decíamos por teléfono antes de que se subiera al avión, un par de horas antes; que está todo igual, que no se sabe, que todo es pura incertidumbre. Y como todo sigue igual, tenemos tiempo de reirnos y hacer chistes y también comentar algunas cosas que pasaron: el terremoto, la ida a la laguna, los pájaros que se comieron toda la cosecha de arándanos, mi momentánea soledad.
*
Queda tiempo hasta que no queda más.
*
En el hospital nos saludamos todos y preguntamos cómo sigue todo. Entramos a la habitación los tres hermanos que quedamos y miramos a la cama. Ahí está mi abuela y sentado al lado de ella mi abuelo que ahora le acaricia el pelo blanco. Cuando deja de acariciar mi abuela grita de dolor. Sigue acariciando. Le ponen más morfina. Entran más personas al cuarto. Mi abuela suspira. Mi abuela muere. Hay uno o dos segundos de silencio, de alivio, y después otra vez el dolor, ahora nuestro dolor.
*
Eso fue hace dos meses. A veces parece más tiempo, a veces parece menos. Es difícil de medir. Mi abuelo pinta con sus acuarelas paisajes abiertos: pastizales infinitos y al fondo, en el horizonte, un línea verde de árboles, eucaliptus, ombúes, no se sabe. Pinta montañas y árboles. Pinta su jardín y las manzanas rojas que hay en su jardín. Pinta a Calfú y las dos o tres bandurrias que comen gusanos en el pasto que Bea corta una vez por semana. Los visitamos seguido, o lo más seguido que podemos. Juan corre por el pasto y le hace frente al perro oso que corre desquiciado. Comemos manzanas y torta fritas con mate, miramos los partidos del rojo, charlamos. Mi abuelo habla de su infancia y del Bariloche que caminaron y conocieron con mi abuela, habla de chilenos y rusos y polacos y de un italiano que pintaba. Habla de su papá, de su mamá, de los aviones que volaba, de su hermano: historias que me gustaría recordar como se recuerda un buen libro.

jueves, febrero 25, 2010

jueves

Vi pasar el avión -su panza blanca, las luces en las alas, las miles de ventanas- desde la ruta con pinos torcidos por el viento que mi abuela vio cuando plantaron. El renó nueve estaba estacionado en la banquina con el capot abierto y la difunta correa y el sol encima. Vi pasar el avión y saludé. Pasó haciendo fuerza mientras subía, pasó cerca, ruidoso y brillante, y adentro iban Juan y Lu, sentados al lado de una de las miles de ventanas.
Un rato después ya estaban en Buenos Aires, sin lluvias ni calor, con familiares contentos.
Un rato después ya estaba en el taller del barrio Ñireco-Tijuana, a la sombra del renó, esperando un mecánico y una correa nueva.
Marina y Juan Cruz compraban comida, el río corría sucio, la radio y las sierras y los otros pájaros de la siesta sonaban en la distancia.

viernes, febrero 19, 2010

viernes

Sueño: estoy en Nueva York con Lu y Juan; Juan tiene pocos años. Desde el aeropuerto llamo a Kyp Malone el cantante de TV on the Radio. Lo entrevisté una vez para llegás y encuentro rápido su teléfono en la agenda. Está en Brooklyn, dice. Le pregunto si puedo ir con mi familia a su casa, que lo quiero entrevistar otra vez. Me dice que sí y me da la dirección. Hablamos un rato, no tengo grabador. Anoto cosas, no lo escucho, o si lo escucho no lo entiendo. Le pregunto si me puede dar el teléfono de David Bowie, que grabó una canción con ellos. Ah, David, sí, anotá. Al rato estamos en la casa de Bowie. Es enorme, blanca, entra el sol por todos lados. El también, viste de blanco y tiene el pelo blanco y un ojo blanco. Tengo miedo de que Juan manche el sofá blanco. Le hago preguntas. Le digo que nos gusta ver a los tres Laberinto, una y otra vez.

jueves, febrero 18, 2010

jueves

*En el bosque.

miércoles, febrero 10, 2010

miércoles

*Salió el sol después de muchos días de lluvia y nubes y viento, a veces todo junto, a veces separado, pero siempre lluvia o nubes o viento. Salió el sol, decía, y no sabemos bien qué hacer con él. Lo tratamos como a un familiar o un amigo al que hace mucho tiempo que no vemos y que suponemos o creemos recordar que algo malo pasó entre nosotros, que por algo dejamos de vernos, y ahora, reencontrados al fin, nos tanteamos con cuidado, nos tratamos con respeto pero con una distancia prudente.

*El pasto del jardín crece sin parar. Por momentos, si uno se queda quieto un rato, pareciera oirse el ruido de los tallos verdes subiendo hacia el cielo, creciendo, engordando, como un rumor lejano, como el mar.

*La máquina de cortar pasto se rompió hace unos días y ahora el jardín es la selva valdiviana, la sabana subtropical, llena de las flores blancas del trébol, las amarillas de la achicoria y las lilas de la malva. Hay algunas frambuesas maduras y listas para comer, y el otro día Juan comió el primer arándano de nuestro jardín. Acá tuvimos mejor suerte con los pájaros.

*¿No era que los miércoles llovía?

domingo, febrero 07, 2010

domingo

Primero un pájaro se posa sobre un roble. Después otro. Después otro. Con ritmo hitchcockiano los pajaros ocupan las ramas de ese pulmón verde y literal que forman los dos robles frente a la casa. Los pájaros van y vienen, hacen sombra en el cielo, le ganan al viento. Cada uno de los cientos, miles, millones, de zorzales come una fruta y después otra. Y después otra. Primero comen las maduras, que no son muchas, más tardes las verdes, después todas. Dejan como señal las plantas dobladas y cagadas azul arándano en el pasto. Padre camina por la plantación como un poseso: aplaudiendo, gritando, moviendo los brazos, fuera pájaro, fuera; Madre mira desde la ventana que se llena de lluvia y se empaña con el calor de la casa, con el frío de afuera. Fuera, pájaro, fuera. Pero los pájaros no se van. O sí se van, pero vuelan hasta los robles y enseguida vuelven. Primero uno, después otro, después otro.

viernes, febrero 05, 2010

viernes

Hay días en que la ansiedad y la tensión vuelan en el aire a la velocidad del viento, que es mucha. Hay días que parece que llegaran del este escuchando a Nick Cave, después de una noche de drogas duras y alcohol, cargados de ira y fuerza y viento. Hay días que están llamados para grandes cosas: grandes hechos, grandes tragedias, grandes muertes. Hoy pareciera ser un día de esos. Habrá que sentarse en la galería y esperar a que suceda.

jueves, febrero 04, 2010

jueves

"Luego de un comienzo de semana esperanzador en lo que a rutinas laborales respecta, el día de hoy, con su mañana, su tarde y, ahora y de a poco, su noche o anochecer, fue como un manto de piedad, un balde de agua fría, una pinchada de gomas en la autopista, un.
Dormimos hasta tarde, tal vez fue eso. Dejé el celular en silencio y cuando despertamos, más cerca de las once que de las diez, tenía tres mensajes guardados e igual cantidad de llamadas perdidas. Ninguna era tan importante.
Luego fue el desayuno. Miento: mientras Lu se lavaba los dientes yo hice la cama, tarea que cada día encuentro más fascinante; últimamente lo que hago es intentar armarla sin sacar ni ubicar en otro espacio todos los ingredientes, es decir, mantas, almohadas, sábanas.
El desayuno vino después, y fue té con galletitas con mendicrim y miel. La miel se cristalizó por el frío y da la sensación de tener mejor gusto, además de que es más fácil para untar. Charlamos algunas cosas vagas: recuerdo de sueños -siempre es aburrido escuchar el sueño de los demás-, planes para el resto del día, el menú del mediodía, el de la noche.
Cociné una tortilla de papas. Debo decir, modestia aparte, que me salió de la hostia. Aunque el trabajo que llevó su preparación no sé si vale la pena. Lu ayudó, pero lo feo fue freír las papas, y dar cuenta de la cantidad de aceite que estábamos a punto de ingerir. Por suerte nos engañamos con la ensalada de lechugas, y cuando ponemos limón en lugar de vinagre o aceto, creemos que eso purga todo y listo, somos gente sana y saludable.
Lu se fue después de comer. Poco antes observamos preocupados el tamaño y el color de mis hongos del cuello: Lu planea decirme fungui, pero como todos los sobrenombres que no son espontáneos dudo que prenda en el imaginario popular. Los mejores sobrenombres, esos pensados por horas, se evaporan en minutos. A Santi le quise decir Fatman mucho tiempo, ¿y qué quedó? Nada. En cambio, Terry Escabio a Terry Jones, fue espontáneo, una chispa de lucidez en una tarde de borrachera. Esos son los que valen. Hace poco leí que a alguien le decían Japonés, por sus ojos rasgados. Otra hubiese sido la historia si Lali, en ese arranque de ira contra su infante, me hubiese gritado "Japonés del orto". Creo que el sobrenombre Japo tiene toda la onda del mundo.
Hay días que me imagino caminando con hijito Juan por la calle, y él, rubio, con pelo despeinado, se distrae por cualquier cosa y yo le digo, dale muñeco, apurate. Muñeco. Me gusta como suena. Pero dudo que prenda. Mientras no le digamos juancho, todo bien.
Lu se fue, y quedé solo, a la buena de dios o de quien sea. En la ventana se escuchaba una lluvia intermitente, o más bien, el ruido del agua y las hojas de las plantas cuando se encuentran. No salí afuera.
Ahora se despejó, y la tele dice que hacen como 20 grados. Parece que tenemos planes de ir al teatro. Está bueno, salir un toque. No laburé nada, y me da algo de culpa. Tampoco leí ni hice algún trabajo importante. Deambulé, tomé un mate que me dejó un tanto chapa, comí tostadas con mendicrim y dulce de arándanos. Comemos tres potes de mendicrim por mes, es un número importante".


Lo anterior es un mail que le mandé a hermano Fermín un día cualquiera de julio de hace dos años, cuando todavía vivíamos allá, cuando todavía no había nacido Juan. Lo encontré buscando no sé qué cosa. El mail no dice nada fuera de lo comun ni nada brillante ni nada de nada. Pero lo leí y enseguida me sonó parecido al "Diario de la beca", el prólogo de La novela luminosa, de Levrero. El parecido, no hay ni que aclararlo, no está en cómo está escrito ni en lo que dice. Está, me parece, en el aburrimiento, en lo rutinario de la rutina. Y es loco poder recordar, mediante la lectura, un día cualquiera, un día aburrido sin nada en particular ni extraordinario, que sin embargo quedó ahí, fijado por la escritura.

miércoles, febrero 03, 2010

miércoles


*El desierto es la continuación de mi infancia por otros medios.

miércoles, enero 20, 2010

miércoles

Los gringos siguen ahí, en la casa de la esquina. Temprano, tempranísimo, se levantan y empiezan a regar y a desyuyar la huerta, a pasear con los perros y a acomodar su jardín. Temprano, tempranísimo, sale el gringo subido a la bici gris plomo con su sombrero de explorador rumbo a algún lugar, y vuelve más tarde con bolsas de supermercado a veces, sólo él y su sombrero y su bici otras. La gringa abre la puerta del frente y fuma cigarrillos. Uno, más tarde otro, más tarde otro. Cinco, seis por día. Los gringos encuentran perros en la calle y los cuidan y los curan y después les buscan dueños y cuando no los encuentran se quedan los perros cuidados y curados y ya tienen tres y ahora encontraron dos más. Cochoros, preguntan, ¿quieren cochoros lindos? No, gracias, respondemos en un castellano cortado y a los gritos, como si fueran sordos, no gringos, ya tenemos una gatita cochora y un cochoro humano. Y el cochoro humano los mira, a los gringos primero, a los cochoros curados y cuidados después y se va gritando quién sabe qué y perseguido por quién sabe quién por el pasto verde. Pelorojo, dice la gringa, pelo rojo, pero la erre es ere y se van los gringos con los perros encontrados, pelorojo, pelorojo. Y el polvo de la calle y las nubes con formas de hongos. Pelorojo.

martes, enero 12, 2010

martes

Hace un año hablábamos de todos los veranos que hubo el verano pasado. Este verano apenas si hubo algunos otoños.