lunes, abril 27, 2009

lunes

En el diario la noticia primero apareció pequeña: apenas media columna, sin fotografía ni epígrafe ni explicación. Dos casos de gripe porcina en México, decía en el título; autoridades que advierten, varios convalecientes, preocupación, decía en el cuerpo de la nota. Nada más. 
Tres días después todo el mundo hablaba de ello. Cinco días después estaban todos muertos. 
Sólo quedábamos yo y mis recuerdos, avanzando por la ruta vacía hacia el oeste en un Falcon gris.

viernes, abril 17, 2009

viernes

Ni haciendo fuerza podría recordar el día que saqué la última caja de mi cuarto sin ventanas, cerré la puerta, miré hacia el living y saludé, bajé la escalera, atravesé el pasillo largo y enmohecido, y abrí y cerré la puerta de entrada para no volver nunca más a dormir ahí, en el 3560 de la calle Olleros. Es probable que no lo pueda recordar porque no sucedió así. O, mejor, porque nunca suceden así las cosas: esos quiebres abruptos pasan en las novelas y en las películas, en la vida real todo es más pringoso y lento y el tiempo y las acciones pasan sin montaje con canciones lindas ni puntos aparte y final de capítulo. Y está bien que así sea.
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Mi cuarto tenía tres metros por dos metros, un futón japonés, un pequeño armario, un escritorio, piso de madera, una caja con cosas, un dibujo sin terminar en una pared. Tenía un discman con parlantes, postales de lugares imposibles, algunas fotos, un edredón azul. Tenía olor a quieto, oscuridad absoluta, ruidos en el techo. Tenía papeles pegados con cartas de amor y listas de compras.
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Olleros fue el teatro de operaciones de mis primeros cinco años en la ciudad. Todo pasaba ahí, entre las paredes pintadas de colores distintos y piso alfombrado. Entre el laberinto de pasillos y habitaciones; entre las paredes del baño escritas con marcador azul y la cocina llena de platos sucios y tazas limpias (nunca tomé tanto té como en esos cinco años).
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Llegamos un domingo lluvioso de mediados de marzo. Estacionamos la trafic lo más cerca de la puerta que pudimos y empezamos a bajar las pocas cosas. Yo no tenía mucho: quince cedés, seis casetes, un grabador, un discman, algo de ropa, una mochila, una valija, y muchas ganas. Hacía calor, llovía, todo estaba empañado. En el pasillo quedó la huella ciclista de la silla de ruedas.
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Antes, en el viaje, en algún lugar entre Santa Rosa y Trenque Lauquen, manejé yo. Migui quedó en el asiento del acompañante mientras el resto dormía. Pusimos un casete de Beck y después Gomez y después The Beta Band. Buscábamos el soundtrack indicado para nuestra aventura iniciática. Ahí, manejando, no hablamos mucho. Dijimos algunas cosas obvias, como "qué loco vivir en la ciudad, ¿no?", o "¿cómo mierda vamos a aprendernos las calles?", o "¿alguna vez viajaste en colectivo?". Las respuestas: "qué loco", "ni idea", "nunca".
Era la madrugada y allá adelante, en el horizonte, salía el sol.

lunes, abril 13, 2009

lunes

pequeño impasse.
la vida sigue
el blog también.
en unos días
nos vamos al sur
a probar vivir
allá.

tenemos valijas
con ropa y juguetes
y libros y discos
y recuerdos y proyectos
y dudas y temores
y ansiedades y certezas
y otras cosas más
que fuimos juntando
en nuestra vida juntos,
y otras cosas de otras vidas
que a veces
entran en una valija
y otras veces no.