jueves, agosto 01, 2013

jueves

Cada vez que entro a una farmacia me peso. Si estoy muy abrigado me saco la campera y el buzo o lo que sea que tenga puesto, los dejo en el mostrador y me acomodo frente a los números rojos que avanzan como una ruleta digital. Si es verano o un día como hoy, primaveral y con ese calor que desaparece cuando sopla el viento, de piso embarrado y pájaros que cantan, es todo más rápido, y el número de la balanza un poco más certero.
Me impresiona cómo cambia el peso cada vez que subo a la balanza. A veces setenta y cinco kilos, otras veces ochenta y cuatro, otras veces ochenta clavados. No depende de la ropa. Es algo estructural, como si fuese más liviano o más pesado según el día, según el estado de ánimo, según la hora o la estación del año.
Cuando salgo de la farmacia, ya con el actrón, las pastillas de propóleo, el tafirol -o lo que sea que haya comprado- y mi peso actualizado, me acuerdo de la mamá de T. que siempre que nos veíamos me decía, después de saludar: "estás más gordo". Así, sin signos de pregunta ni de exclamación, sin curiosidad ni sentencia, como si dijera "qué frío que hace", o "va a llover". Las primeras veces que me lo dijo me debo haber ofendido o no supe qué responderle o le dije algo a la defensiva, ya no me acuerdo. Pero sí me acuerdo que con el tiempo me acostumbré y las respuestas variaron y a lo último directamente ya no le decía más nada.