domingo, septiembre 04, 2011

domingo

Solíamos decir que la primavera es una estación traicionera. Que el verano y el otoño y el invierno son -suceden- de una manera y está bien que así sea. Que el calor o el frío o las heladas o los colores de las hojas de los árboles; que las noches largas y el río marrón y crecido, rugiendo ahí como para que no lo olvidemos; o después, los días que se estiran y también el río ahí con agua azul y plateada y nosotros nos zambullimos desde los sauces y el sol calienta la laja.
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Pero la primavera desconcierta y por eso traiciona. Los días parecen largos y uno se confía y sale y camina y antes de volver ya es de noche. El viento sacude a los sauces y los álamos que, sin hojas y esqueléticos, se mueven de un lado para el otro y cada tanto se escucha un crack y al rato y a lo lejos cae una rama al piso. Y después otra. Esas ramas eran las que aparecían alrededor de la casa y los paisanos no les decían ramas, les decían ganchos. Y las juntábamos y las llevábamos a donde prendíamos fuego la basura: sin hojas parecían secas, pero estaban verdes y costaba un rato que prendieran.
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En la primavera también los caballos estaban peludos y con los vasos largos y rajados de tanto pisar tierra blanda y miraban de reojo cuando nos acercábamos y salían galopando, primero uno, siempre el mismo, y después todos los demás. Galopaban unos metros a toda velocidad, a galope tendido, y después frenaban y esperaban a que llegáramos para volver a empezar. El viento y la primavera, o la primavera y el viento, los volvían un poco locos, como a todos nosotros. El viento, el barro, los árboles sin hojas, el cielo celeste con nubes blancas, los días cortos, el ruido de la lluvia sobre el techo de tejuelas, los caballos, los perros mojados y olorosos, los charcos, el resfrío. Y la locura.