martes, noviembre 27, 2007

de pelos

Hacía mucho tiempo que no iba a una peluquería. Diez años, para ser preciso. La última vez que fui, Julio, el peluquero, me dijo que tenía "visitas". La palabra visitas, encomillada por cuatro dedos regordetes, usada para hacer referencia a mis piojos fue el punto final de mi relación con el gremio de las tijeras y las sillas con portacabeza, de los espacios pletóricos en espejos y lunes no laborables. El corte de pelo siguiente fue en el baño de arriba de mi casa, Nico ofició de coiffeur; habíamos bebido gancia. Quedó un corte respetable, con algunas fisuras y varios mechones que tapaban grietas profundas en la nuca: ahí nos hicimos las dos o tres rastas, al principio un conjunto de pelo pegoteado, embarrado y chamuscado con un encendedor bic verde.
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Nunca más volví a lo de Julio, un peluquero de largos cabellos grises y nariz aguileña que con gran responsabilidad genética legó a sus tres hijos -la nariz aguileña, no los largos cabellos grises, al menos por ahora-. Decía, nunca más volví a lo de Julio, pero cada tanto lo veía. Agustina, una de sus hijas -eran dos mujeres y un varón-, fue compañera mía de la secundaria desde primer año hasta el final. Julio y su familia tenían un renó 12 que después cambiaron por otro renó 12, pero más nuevo y siempre iban juntos a todos lados tomando mate. Además, y esto era notable, era una familia que bailaba. Los cinco: pater, mater et filis, se dedicaban a los intrincados menesteres de la danza nacional y popular. En cada acto escolar aparecían ellos, los cinco -número desgraciado para un oficio de a pares- y arremetían o bien con un gato o bien con un tango, o con un pericón o una chacarera. Los alumnos, formados prolijos, les dedicábamos un suspiro de fastidio, aunque bien podría haber sido de envidia: al menos yo, nunca aprendí a bailar nada.
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Ayer por la noche, agobiado por el calor y el malhumor decidí cortarme el pelo con una maquinola. Lu la tomó con mano firme y delicada y comenzó la faena. Los pelos, oscuros, inanimados, se acumulaban en el piso mientras el gato Agente Cooper los miraba caer. No iba más de media cabeza cuando pasó lo que no tenía que pasar: la máquina se rompió. El resultado, obvio, mitad con pelo mitad sin pelo: una relectura capilar del doctor Yekyll y el señor Hyde, donde cualquiera de los dos lados -el peludo y el pelado- podrían haber sido el doctor o el señor. Me peiné como pude y nos acostamos a ver a Peter Capusotto y sus videos.
La luz catódica del televisor iluminaba mi cabeza ying-yang y su sombra de sabiduría oriental -el equilibrio, los opuestos que se tocan, etcétera- se proyectaba sobre la pared.
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Dormí y soñe los mejores sueños de la semana, con viajes y conocidos y famosos y canciones en guitarra. Desperté y después de hacer lo que se hace a la mañana cuando no se tiene nada que hacer, bueno, regresé a una peluquería.
No me acordaba bien cómo era el procedimiento, pero miré al señor peluquero y le dije que me quería cortar el pelo. Dijo esperame un toque, termino con el cliente -¿o dijo paciente?- que tengo en la silla y te atiendo. Me senté en un sofá de cuerina blanco, de esos que si no tenés remera te quedás pegado y hojee un ejemplar viejo de la revista Pronto. Por el espejo espié al cliente: le está haciendo peinado de milico, pensé. El cliente y el peluquero conversaban animados, paseaban sus oraciones por los tópicos más variados: la familia, el hábil manejo de la tijera del coiffeur, la inseguridad; en tanto, de las entrañas del cliente salía una voz como de walkie-talkie, un walkie-talkie que tenía al lado de la pistola: ahí entendí el porqué de su peinado.
***
Una vez sentado en la silla correspondiente y cubierto por la manta protectora antipelos, le expliqué al peluquero el motivo de mi presencia, la máquina renegada, la media cabeza. Uh, te querías morir, dijo. No tanto, respondí. En nueve minutos reloj terminó lo inconcluso, en ese lapso de tiempo no intercambiamos ni una palabra. Veinte pesos me salió el chiste.

jueves, noviembre 08, 2007

se me ocurre

El paso del tiempo no es el continuo y desesperante avanzar de las horas y el viento -sucundún sucundún-, ni el sucederse de los minutos ni de los días ni de los meses, ni siquiera los años, los lustros, las décadas, los siglos. El paso del tiempo es prender el último fósforo de una caja de fragata de cuatrocientos; el paso del tiempo es sentarse en el inodoro con un libro y mirar con resignación los últimos centímetros de un rollo de papel higiénico que supo tener veinte metros y cinco compañeros de paquete. El paso del tiempo es cortarse las uñas y no saber cuándo fue que crecieron, el paso del tiempo es el polvo acumulado arriba de la mesa de luz donde descansan las revistas que alguna vez te interesaron.
El paso del tiempo es, también, que mi té ya se haya enfriado, que en pocos minutos me tenga que ir y la esforzada tarea de los peones que en la terraza del vecino planifican cómo tirar abajo una enredadera que vaya si le había llevado tiempo treparse hasta ahí.

miércoles, noviembre 07, 2007

mr cab driver

Al taxista lo vimos cantando desde lejos,
mientras cruzábamos la calle.
Nos miramos y nos reímos
y dijimos: está chapa.

Cantaba un bolero,
supusimos que era
por la soledad y el sueño;
una buena manera de combatirlos
a ambos.

Le preguntamos desde la ventana
si tenía cambio de cincuenta.
puso una cara extraña
mientras revisaba sus bolsillos:
sí, dijo.

Subimos al auto y nos hundimos
en un asiento gris de renó 19,
el taxista preguntó: ¿les molesta la música?
pensamos: qué pregunta rara
pero respondimos que no.

Puso play y el mp3 empezó a sonar.
eran acordes melódicos y melosos
como esos sonidos que salían
de un teclado casio cuando uno apretaba
el botoncito demo.

Luego de la introducción, empieza el canto.
usted es la culpable, canta,
de todas tus angustias
de todos mis quebrantos.
dobla por costa rica y llega el estribillo.

Para hablarnos tenemos que gritar,
los falsetes del taxista cantor
inundan el auto y más allá también.
se acaba la canción y viene
quisiera ser un pez, que tiene coritos
grabados y todo. Un pez
para tocar mi nariz en tu pecera.

Nos acostumbramos al
taxi karaoke aunque no sabemos
cómo reaccionar.
si hay que aplaudir
o pedirle una tarjeta
o animarlo a que se presente
al programa de tinelli.

Llegamos a destino y tiene
que suspender su canción en la mitad.
No dice nada
no decimos nada.
pagamos y nos vamos.
cantando y bailando
y haciendo siluetas de amor bajo la luna,
oh.


Apéndice:
Canciones con taxistas o taxis que me caen bien: "Mr. Cab Driver", de Kravitz; esa de La hija de la lágrima en la que una chica pide un taxi mientras cuatro dedos saltan de traste en traste en la cuerda más gruesa del bajo; y, por supuesto, "Super Sex" de Morphine, que dice así: "Taxi taxi hotel hotel, I got the whiskey baby I got the whiskey I got the cigarettes". Temón.

lunes, noviembre 05, 2007

lunes

Tengo exactos diez minutos antes de entrar a una soporífera clase en la facultad. Hace veinte minutos tenía, todavía, media hora por delante; hace cincuenta, un hora. Y podría seguir: no es un cálculo muy complicado. La cosa es que tenía que estudiar, y no lo hice. Mientras tanto, en mi tiempo perdido, los vecinos escucharon una hora entera de Bob Marley, lo que no está mal; lo que sí está mal es que hayan escuchado una sola canción del jamaiquino rastafari y entonces yo me tengo que ir haciendo la idea de tener pegada en el hipotálamo "Who The Cap Fit" hasta que llegue la noche y el tiempo y el olvido hagan que cambie de canción por, digamos, el bombón asesino.
Ahora me voy, porque ya pasaron esos diez minutos. Lo que indica que hace veinte minutos faltaban veinte minutos. Los saludo.
"Lot of people would run away.
And who the stock fit let them wear it!
Who the (cap fit) let them (wear it)!"

Y así.

sábado, noviembre 03, 2007

ser civilizado

Dice Norbert Elias que dice Erasmo: "Algunos recomiendan que el muchacho 'compressis natibus ventris flatum retineat' (1); pero esto puede dar origen a enfermedades. Y, en otro pasaje: 'Reprimere sonitum, quem natura fert, ineptorum est, qui plus tribuunt civilitati, queam saluti'"(2)

(1) Contenga los gases apretando las nalgas.
(2) Retener un pedo producido por la naturaleza es cosa de necios, que conceden mayor importancia a la educación que a la salud.


Todos con Erasmo, el capo de Rotterdam.