jueves, agosto 26, 2010

jueves

Que llueve ya te debés haber enterado: me imagino que es lo primero que te dicen a medida que llegan y te saludan los que pudieron irse. Cómo llueve, de qué manera, los ríos, los lagos, el agua marrón, la furia y la angustia y otros lugares comunes. Pero, mientras tanto -siempre mientras tanto-, la vida acá sigue como sigue siempre la vida, incluso después de terremotos y bombardeos y crisis económicas. Hay rutinas que se mantienen, cuestiones cotidianas que marcan los hitos del día, más allá de los acontecimientos magnánimos, como la lluvia, los ríos, los lagos, el agua marrón. Los techos resisten y todavía queda leña y fósforos y comida. Tomo té y me distraigo con pequeñeces, como la gata que descose un almohadón o el potus que avanza sobre la pared o la danza árabe del fuego en la chimenea. Y espero.

viernes, agosto 20, 2010

viernes

J. trabaja para un millonario que tiene tierras y equipos de fútbol y ese tipo de cosas que tienen los millonarios. Una vez por mes viaja en una trafic que lo lleva primero por una ruta de asfalto oscuro y después por una calle de ripio hasta un valle con bosques de coihues y cipreses y ríos de agua verde. Ahí, en ese valle, vive veinte días al mes junto a otros compañeros de trabajo en un refugio de madera y estufa a leña que en realidad es un tacho de doscientos litros con puerta, y ventanas empañadas. Trabajan, esos veinte días, en el campo: plantan árboles, hacen leña, cazan las liebres que mastican los árboles que plantan, recorren las cientas de hectáreas. Cada tanto, por la noche, comparten un vino y arman cigarrillos con tabaco mariposa y papeles ombú mientras calientan un pedazo de cordero en el horno que es un tacho de doscientos litros.
Hace poco tiempo el papá de J. le regaló un perro: un cachorro inquieto y peludo. J. lo dejó en su casa, que es la casa de sus padres. Un día se le ocurrió que lo podía llevar al campo del millonario para que lo ayudara a cazar liebres y para que le hiciera compañía. Llevó al perro en la caja de su camioneta una mañana de nieve y gris. El perro ladraba a los autos que pasaban, a los caballos y a los camiones, y los ladridos entraban amortiguados por el vidrio y el zumbido de la calefacción y la radio a la cabina en la que J. iba solo, fumando, mientras en la ruta oscura pasaba autos, caballos y camiones.
El perro corrió por el campo y cazó liebres y acompañó a J. a recorrer las plantaciones, adelantándose y volviendo rápido, con la cabeza llena de escarcha, con las orejas como con vida propia, con la cola erguida y llena de abrojos. Algunas noches muy frías durmió adentro de la casa, abajo de la estufa a leña. Otras, durmió afuera y le ladró a la luna y a los ruidos sin dueño que llegaban del bosque.
Uno de los capataces, un chico acostumbrado a dar órdenes y a que sean obedecidas, le dijo una tarde a J. que no dejara el perro suelto, que si se acercaba a la casa de los capataces o corría alguna oveja se iba a encargar él mismo de matarlo. No te preocupes, respondió J. con el perro entre las piernas y mirándolo fijo a los ojos en retirada, no lo voy a dejar suelto.
Una noche el perro no volvió. Tampoco volvió el día siguiente. Ni el siguiente. Lo buscó por las plantaciones y por los corrales y por el bosque. Lo buscó y gritó su nombre y sacó comida afuera para que la oliera. Otra noche, mientras cenaban, uno de sus compañeros le dijo que no lo buscara más, que aquel chico acostumbrado a dar órdenes y a que sean obedecidas lo había matado como había prometido, que el perro había llegado a la casa de los capataces persiguiendo una liebre y que el chico le había silbado y que cuando se acercó le pegó un palazo en la cabeza y después lo tiró a un fuego que habían prendido hace un tiempo y que seguía con llamas y que cuando lo tiró el perro todavía estaba vivo o al menos eso parecía y que se quedaron todos mirando, en silencio, cómo el perro aullaba y desaparecía en el fuego. J. dejó la comida y tomó lo que quedaba de vino en su vaso y después salió afuera a mear en la helada bajo el cielo negro.
Pasaron unos días y el chico fue a dar órdenes a la casa de los trabajadores. J. le preguntó si había visto a su perro, que había desaparecido, y le dijo que se acordaba de su promesa. El chico le respondió que ni idea, que tenía cosas más importantes de las que ocuparse. J. lo miró serio y le volvió a preguntar si seguro no lo había visto: ¿seguro que no lo viste, eh, pelotudo?, le gritó, porque me dijeron otra cosa, y eso que hiciste no se hace, ni con mi perro ni con ningún otro perro, y la vida tiene sus vueltas y algún día te voy a encontrar y te voy a cagar a palos. No me voy a volver loco por buscarte, no te preocupes, porque la vida tiene sus vueltas y te voy a encontrar, ¿me entendiste?
El auto queda en silencio: solo se escucha el murmullo de motor y el ripio que se acomoda bajo las ruedas a medida que avanzamos despacio por la entrada de la chacra. ¿Y lo encontraste?, le pregunta M. Y J. se ríe y dice que no, que todavía no, pero que le gustó cómo quedó la frase de las vueltas de la vida, y que será sólo cuestión de esperar.

jueves, agosto 05, 2010

jueves

La mañana es azul y fría y con sol, Lu se va temprano y nos quedamos con el cachorro sin tener muy en claro qué hacer con las horas que nos quedan por delante. La única consigna es no prender la computadora, al menos hasta el mediodía, y tomar mate -yo-, mamadera -él- y comer vainillas -ambos-. El sol entra en la casa por las ventanas sucias después de tanto invierno y proyecta dibujos raros sobre el piso recién barrido que se mantiene caliente, todavía, gracias al recuerdo de la losa radiante -esplendorosa-, de la noche anterior. En la radio, al locutor se le escapa un uhmm cada dos palabras, un uhmm que, suponemos, en algún momento sirvió para hacer énfasis, para acentuar determinados momentos, determinadas oraciones, para generar determinados climas, y ahora ya fue, el mmm se volvió autónomo, se independizó y se pasea libre y desfachatado a lo largo de todo su relato. Jugamos un rato con el uhmm de fondo: dibujamos una hoja en blanco con un lapiz y una bic, hacemos saltar a Woody por los aires, le ponemos zapatillas a un par de osos aburridos. Unos minutos más tarde, cuando la helada ya cedió un poco y el hielo le empieza a dejar el lugar al barro, salimos, con campera y gorro y el humo que sale de la boca. Caminamos las tres cuadras que nos separan de la dueña de la casa, le pagamos el alquiler, le llenamos el living de migas de vainillas y nos volvemos al sol y al barro. Cerca de casa Juan dice que no y empuja para el otro lado, su mano roja y fría y sucia se suelta de la mía y avanza solo hacia el sur. ¿Querés seguir caminando?, le pregunto. Sí, contesta, acá, mirá, más. Con menos consonantes, pero se entiende lo mismo. Y seguimos caminando, entonces, ahora sin rumbo fijo, acá, mirá, más. Pasamos casas y baldíos, nos ladran perros malos y se acercan perros buenos, un par de autos bajan de velocidad cuando pasan cerca nuestro. Cruzamos unas calles más y nos metemos por una de las picadas de las que atraviesan el aeropuerto, entre retamas verdes y cardos secos y mosquetas rojas. El aeropuerto está vacío. Caminamos por la pista gastada y gris: hay huellas de frenadas, hay botellas rotas, hay plantas que de tanto insistir rompieron el asfalto y ahora crecen como en un jardín soviético. No se escucha nada. Cada tanto algún camión en la ruta o perros o motosierras, pero cada tanto. La mayor parte del tiempo hay silencio. Y caminamos y los vidrios rotos de las botellas arman un caleidoscopio y el sol y el cielo azul y el frío. Acá, mirá, más. Y volvemos.

domingo, agosto 01, 2010

domingo

Anduvimos a caballo hasta que un día dejamos de hacerlo. No sé cuándo fue, pero seguro no fue por culpa de la caída, porque esa vez nos obligaron a volver a montar enseguida: para que no queden asustados, dijeron. Y estábamos asustados. Asustados de la fuerza imparable, del instinto ciego: el de ellos, obedeciendo algo que los obligaba a correr sin parar, con las orejas tiradas para atrás, livianos en sus ochocientos kilos de carne y pelo y vasos; y del nuestro, que nos hizo saltar desde los dos metros del caballo enloquecido al piso, sin pensarlo, sincronizando la caída: uno en el pastizal, el otro en el charco, pero justo antes del ripio. Dicen que nos vieron pasar desde el living de la casa, y era otoño, así que se veía, porque los árboles ya no tenían hojas y el sol daba justo ahí, sobre ese cuadro arado con el camino entre los manzanos y los robles. Y nosotros galopando, a galope tendido, como se le dice y como le decíamos, galope tendido, que era con las piernas abrazando la montura y el cuerpo inclinado hacia adelante y los brazos ofreciéndole las riendas al caballo como en un ritual, y las lágrimas en los ojos y un ruido que no era el ruido que uno imaginaría sino algo parecido al silencio mezclado con la respiración agitada del animal y la tierra que tiembla, ahora sí, ahora no, ahora sí. Y entonces darnos cuenta de que ya está, que el galope fue tendido por mucho tiempo y ahora el caballo se desbocó y no alcanzan ni los metros ni la fuerza ni el espíritu para poder frenarlo. El instinto, decía. Y después la caída. Saltar, caer, rodar, y mirar desde el piso a los caballos quietos que nos miran algunos metros más adelante, y los padres y madres y hermanos y primos que vienen, no sé si corriendo pero sí con la velocidad del miedo, a ver cómo estamos, y entonces sí, llorar y dejarnos abrazar, exagerando el dolor, descubriendo en el piso los restos del orgullo cowboy destruído.
Algunos días más tarde volvimos a subirnos a los caballos, a Inacayal y a Coirón, y anduvimos hasta que un día dejamos de hacerlo.