viernes, marzo 28, 2014

jueves

Lo primero fue el ruido. Como uñas golpeando los vidrios: una, después otra, después otra más. O más sutil: como las gotas de baba que caen de los sauces sobre la chapa de un auto. Se escucha, existe, pero es casi imperceptible. Al rato las vimos. Trepaban los vidrios del lado de afuera. Las panzas acorazadas y amarillas avanzaban de a poco contra la oscuridad de la noche. Le dije a Lu: qué raro, chaquetas a esta hora. 
Tardamos un rato en relacionar ese ruido con las chaquetas. Tardamos lo que tardó la gente de Pájaros en darse cuenta de que estaban siendo invadidos. Y, claro, cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde. 
Nunca supimos por dónde entraron, pero cuando las primeras pasaron volando, torpes por la noche por encima de donde cenábamos, empezamos a ponernos nerviosos. Sobre todo Juan, que gritó que las odiaba. Y yo, como me pasa en las situaciones que no controlo del todo, me puse serio y con la mandíbula dura y les dije que se tranquilizaran, que estaba todo bien, que me iba a fijar arriba y que no se preocuparan. Que era una noche calurosa de fines de marzo y que seguro eso las ponía intranquilas y por eso estaban caminando por nuestras ventanas, entrando a la cocina y volando torpes por arriba de nuestras cabezas. 
Arriba el panorama era peor. En el baño había quince o veinte alrededor de la luz y otras tantas enredadas en el helecho que decora la parte de arriba del estante. En nuestro cuarto, lo mismo. Escalaban las paredes, golpeaban contra todo, caminaban por el piso. Bajé rápido y sin decir nada empecé a buscar el Raid naranja que creía haber comprado hace poco. Juan empezó a llorar, cansado después de un día de chacra, con fútbol y caballos. Manu tiraba la comida por el aire y señalaba la luz y decía oh. Lu me miraba con cara de ¿está todo bien? 
Lo que digo de las situaciones que no controlo, en realidad es para hablar de cómo controlo las situaciones que no controlo. Esa sensación corporal de que hay que hacer lo que hay que hacer y que no hay pereza ni paja ni inseguridad ni nada que se ponga en el medio. Y me pasó en situaciones diversas: incendios, dolores, perros que atacan, autos que se encajan o que se quedan sin nafta o que se internan en un camino oscuro mientras cae la nieve, como si viviéramos en un cuento europeo. Me pasó cuando éramos chicos y estábamos solos en casa y afuera llegaron el Pelado y sus amigos a caballo, aunque no supimos que eran ellos hasta que entraron a la casa, apestando a alcohol, sucios y gritones de cabalgata y noche. Controlé la situación, a pesar de sospechar de que nunca podría controlarla, que prefería estar gritando abajo de la almohada hasta que se fueran esos caballos que relinchában y sus jinetes que en las sombras de la luna se veían gigantes y desaforados.
No hay comparación. Lo de anoche no dejó de ser un evento doméstico, de esos que se resuelven y ya. Pero la idea de tener cincuenta insectos capaces de matarnos con un par de picaduras a mí y a mi familia, y no saber cómo resolverlo, fue interesante.
Al final, cuando supe que nunca había comprado el Raid, le dije a Lu que nos teníamos que ir. Y cuando preguntó a dónde no supe bien qué contestarle. Además, en todas las puertas y ventanas se veían los cuerpitos crujientes y pelotudos de varias decenas de chaquetas amarillas, mi enemigo íntimo desde que soy chico. Y el singular es a propósito: cada chaqueta no es una chaqueta: es parte de un todo fantástico que no nace cada septiembre y muere cada mayo, sino que sigue vivo y crece y crece y pica y come y avanza desde que yo tengo cinco años y me picó la primera en un pie. La primera, que es siempre la misma. La misma cara, la mismas manchas, el mismo ruido mientras vuela, el mismo silencio mientras acecha enredada en las sábanas, en el pasto o entre las ropas.
Vamos a lo de los Calde, dijimos. Y ahí veamos si hay veneno o qué, y cómo resolvemos esto. Y ahí fuimos.
Volví con Migui mientras Juan se dormía en el sofá y Manu mostraba cómo camina, paseando de un lado al otro del living de piso de madera y adornos tejidos en las paredes.
Apreté el Raid y fui de habitación en habitación como un loco, apuntando al cielo, cerrando puertas. Repasé la tarea, ya menos loco, un par de veces más, hasta que todas estuvieron en el piso, retorciéndose.
Y acá es cuando me aburro de contar y veo que en realidad no fue tan apasionante y digo ¿vale la pena que les cuente esto? ¿Podré transmitirle lo que me pasó por dentro, más allá del detalle pintoresco de la noche, las chaquetas, y la resolución de un acontecimiento inesperado?
Calculo que no.