lunes, agosto 18, 2014

Lunes

El otro día hice dedo en Bariloche. Era eso o pedirle a alguien que me prestara su cospel electrónico para poder viajar en bondi. Como no sabía bien cuál era el bondi que me dejaba bien y esas situaciones de pedirle algo a un desconocido no terminan de convencerme, decidí hacer dedo. Caminé hasta un lugar que me pareció que estaba bien, levanté al brazo y extendí el dedo gordo, con los otros dedos cerrados como un puño. Es medio ridícula la postura, porque además hay que caminar hacia atrás y algunos hasta suman un movimiento ondulante del brazo, pero lo importante es tenerse confianza. Mirar fijo hacia la ruta, evitar el contacto directo con el conductor –da sensación de pena, impotencia, aunque algunos insisten en que poner en juego ese aspecto humano da más posibilidades de éxito, pero para eso le pedía el cospel a alguien–, y no desanimarse con los autos que pasan y siguen, que son multitud.
Por suerte fue rápido. Una camioneta cuatro por cuatro con un acoplado extraño que no supe para qué servía puso balizas y frenó justo donde estaba parado. Lo miré sin saber si me estaba levantando o si quería estacionar o qué. Hizo una seña con la cabeza, un sí, dale, subite. Y me subí.
Adentro la camioneta era un avión. Brújula, altímetro, tablero de madera, olor a confort. El conductor: anteojos de marco, pantalones y camisas impecables, campera de esas livianas y abrigadas, olor a confort. Siempre me llama la atención esa gente y de alguna manera la envidio: no le sudan las manos, no tiene caspa en la barba, no se mancha los pantalones con barro, su pelo canoso termina donde empieza una barba de dos días.
Puso baliza y arrancamos de a poco, en el tránsito raro de las calles de Bariloche: turistas y residentes y colectivos llenos, todos a diferentes velocidades, algunos mirando el paisaje, otros esquivando los baches. Al principio lo de siempre: se puso fresco, eh. Uf, sí, parece que va a llover. Así decía el pronóstico. Sí, y el windgurú no suele fallar
En una de las salidas, kilómetro cuatro de Bustillo –¿Bustillo es la de abajo?–, un remisero se llevó puesto un ciclista. Yo lo vi justo en medio de una ráfaga de viento que el windgurú había previsto: una Ecosport gris giró y voló un pibe y tres autos frenaron. Le dije al conductor-georgleclooney: uh, se lo llevaron puesto al chabón de la bici. George frenó el auto, puso balizas y estacionó en la banquina. Abrió la puerta y saltó a la ruta: con un brazo frenó el tránsito mientras con el otro llamaba a la ambulancia. El atropellado gritaba en el suelo, el atropellador puteaba –se puteaba– y temblaba y no sabía qué hacer. Como yo, sentado en la cabina del avión, con el ruidito de la baliza marcando un ritmo acompasado y constante que hacía contrapunto con mis palpitaciones que subían y bajaban, conforme la situación se tranquilizaba o sonaban las sirenas o las bocinas, o si me sentía más o menos boludo, más o menos inútil. Casi siempre más.
Digo: más boludo, más inútil.
Con la cabina insonorizada, salvo por el ticu-ticu de la baliza, vi a georgeclooney decirle cosas en el oído al atropellado, arrodillado en el polvo de la calle barilochense sin ensuciarse su pantalón azul. Lo vi tocar su espalda con dedos delicados y después bajar por las piernas. Lo vi decirle a otro de los que voluntarios ocasionales que cortara la ruta para que pudiera estacionar la ambulancia. Lo vi darle indicaciones a los enfermeros y a los bomberos y a los policías que llegaron en ese orden, cada uno con su sirena y sus uniformes y sus códigos propios.
Cuando la situación estuvo controlada y los enfermeros y los bomberos y los policías se hicieron cargo, georgeclooney volvió a la camioneta. Yo lo esperaba excitado como una novia adolescente, pensando en alguna coartada que me sacara culpas por no haber estado ahí, susurrando al oído del caído, sintiendo sus huesos rotos, dando indicaciones a las fuerzas públicas.
Estuve a punto de decirle que iba a bajar pero que me dio cosa dejar la camioneta sola; o que muchas manos en un plato hacen mucho garabato; pero preferí mantenerme callado. Por lo menos tenía el mérito de haber visto al atropellado ser atropellado, de ser el informante. Si no hubiese dicho nada, georgeclooney y su humanidad habría seguido de largo, sin posibilidad de hacer toda esta demostración del ser cool hoy.
Mientras le daba arranque a la camioneta dijo: tiene doble factura en una gamba, tibia y peroné. Pero está bien; ah, disculpá que bajé así, pero soy técnico en emergencias. Todo bien, le dije, yo me sentí medio nabo, pero el que sabe sabe –ahí me sentí nabo del todo–. Sí: igual el pibe va a estar bien. Hay todo un protocolo, hay que saber primero si hay sangre, después si perdió el conocimiento. Diferentes grados, ¿viste? A, B, C, D, según el caso. Y yo: ah, está bueno, como para saber, ¿no? –cada vez más gil: como si hubiese diferentes grados y a medida que hablo pasara de la D a la C a la B y cada vez más cerca de la A: hemorragia interna de imbecilidad, pérdida del conocimiento, fractura expuesta, etc.).
Ahí, falto de anécdotas propias de salvatajes heróicos hablé de un accidente que había socorrido mi viejo y mi tío. Un choque o un vuelco en la ruta a San Martín de los Andes una madrugada de invierno. Una señora que no sentía sus piernas que la subieron al furgón lleno de cajas de frambuesas al natural, con mi viejo sosteniéndoles la cabeza y haciendo un reiki extraño mientras mi tío manejaba. Y…, complicado, me dijo George. Pero uno tiene que actuar según el contexto: si no hay señal de telefonía –dijo telefonía–, si afuera está nevando y hay riesgo de congelamiento, bueno, estuvo bien. Pero hay riesgos. Sí, claro, respondí. Me quedo por acá, donde puedas estacionar. Perfecto. Ojo al cruzar, me dijo riendo. Esperá a que cruce, a ver si tenés que salir a socorrer a otro más. Ja ja. Jo jo. Chau, gracias. Chau, suerte.
Después me perdí en unas calles de ripio llenas de ripio del kilómetro seis y llamé por teléfono para que me guiaran. Tenía las manos sudadas y la campera llena de caspa.

viernes, marzo 28, 2014

jueves

Lo primero fue el ruido. Como uñas golpeando los vidrios: una, después otra, después otra más. O más sutil: como las gotas de baba que caen de los sauces sobre la chapa de un auto. Se escucha, existe, pero es casi imperceptible. Al rato las vimos. Trepaban los vidrios del lado de afuera. Las panzas acorazadas y amarillas avanzaban de a poco contra la oscuridad de la noche. Le dije a Lu: qué raro, chaquetas a esta hora. 
Tardamos un rato en relacionar ese ruido con las chaquetas. Tardamos lo que tardó la gente de Pájaros en darse cuenta de que estaban siendo invadidos. Y, claro, cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde. 
Nunca supimos por dónde entraron, pero cuando las primeras pasaron volando, torpes por la noche por encima de donde cenábamos, empezamos a ponernos nerviosos. Sobre todo Juan, que gritó que las odiaba. Y yo, como me pasa en las situaciones que no controlo del todo, me puse serio y con la mandíbula dura y les dije que se tranquilizaran, que estaba todo bien, que me iba a fijar arriba y que no se preocuparan. Que era una noche calurosa de fines de marzo y que seguro eso las ponía intranquilas y por eso estaban caminando por nuestras ventanas, entrando a la cocina y volando torpes por arriba de nuestras cabezas. 
Arriba el panorama era peor. En el baño había quince o veinte alrededor de la luz y otras tantas enredadas en el helecho que decora la parte de arriba del estante. En nuestro cuarto, lo mismo. Escalaban las paredes, golpeaban contra todo, caminaban por el piso. Bajé rápido y sin decir nada empecé a buscar el Raid naranja que creía haber comprado hace poco. Juan empezó a llorar, cansado después de un día de chacra, con fútbol y caballos. Manu tiraba la comida por el aire y señalaba la luz y decía oh. Lu me miraba con cara de ¿está todo bien? 
Lo que digo de las situaciones que no controlo, en realidad es para hablar de cómo controlo las situaciones que no controlo. Esa sensación corporal de que hay que hacer lo que hay que hacer y que no hay pereza ni paja ni inseguridad ni nada que se ponga en el medio. Y me pasó en situaciones diversas: incendios, dolores, perros que atacan, autos que se encajan o que se quedan sin nafta o que se internan en un camino oscuro mientras cae la nieve, como si viviéramos en un cuento europeo. Me pasó cuando éramos chicos y estábamos solos en casa y afuera llegaron el Pelado y sus amigos a caballo, aunque no supimos que eran ellos hasta que entraron a la casa, apestando a alcohol, sucios y gritones de cabalgata y noche. Controlé la situación, a pesar de sospechar de que nunca podría controlarla, que prefería estar gritando abajo de la almohada hasta que se fueran esos caballos que relinchában y sus jinetes que en las sombras de la luna se veían gigantes y desaforados.
No hay comparación. Lo de anoche no dejó de ser un evento doméstico, de esos que se resuelven y ya. Pero la idea de tener cincuenta insectos capaces de matarnos con un par de picaduras a mí y a mi familia, y no saber cómo resolverlo, fue interesante.
Al final, cuando supe que nunca había comprado el Raid, le dije a Lu que nos teníamos que ir. Y cuando preguntó a dónde no supe bien qué contestarle. Además, en todas las puertas y ventanas se veían los cuerpitos crujientes y pelotudos de varias decenas de chaquetas amarillas, mi enemigo íntimo desde que soy chico. Y el singular es a propósito: cada chaqueta no es una chaqueta: es parte de un todo fantástico que no nace cada septiembre y muere cada mayo, sino que sigue vivo y crece y crece y pica y come y avanza desde que yo tengo cinco años y me picó la primera en un pie. La primera, que es siempre la misma. La misma cara, la mismas manchas, el mismo ruido mientras vuela, el mismo silencio mientras acecha enredada en las sábanas, en el pasto o entre las ropas.
Vamos a lo de los Calde, dijimos. Y ahí veamos si hay veneno o qué, y cómo resolvemos esto. Y ahí fuimos.
Volví con Migui mientras Juan se dormía en el sofá y Manu mostraba cómo camina, paseando de un lado al otro del living de piso de madera y adornos tejidos en las paredes.
Apreté el Raid y fui de habitación en habitación como un loco, apuntando al cielo, cerrando puertas. Repasé la tarea, ya menos loco, un par de veces más, hasta que todas estuvieron en el piso, retorciéndose.
Y acá es cuando me aburro de contar y veo que en realidad no fue tan apasionante y digo ¿vale la pena que les cuente esto? ¿Podré transmitirle lo que me pasó por dentro, más allá del detalle pintoresco de la noche, las chaquetas, y la resolución de un acontecimiento inesperado?
Calculo que no.