martes, septiembre 10, 2013

martes

Otra vez hace un tiempo estuvimos aislados como ahora. El camino todavía era de tierra y para hacer los ciento treinta kilómetros tardábamos tres horas o más. El asfalto se acababa a los pocos kilómetros de El Bolsón, cerca de un lugar que vendía truchas, y volvía a empezar justo sobre el lago Guillelmo, ahí donde el camino se vuelve más oscuro, más denso: con lagos profundos y bosques de coihues negros de tan verdes. En cada viaje jugábamos a que la camioneta era un avión que despegaba cuando empezaba el ripio y que aterrizaba cuando llegaba el asfalto. Apretábamos los botones de la calefacción y del equipo de música, movíamos las perillas que activaban las balizas, el cebador, las luces, el limpiaparabrisas; sentíamos la emoción del despegue y el vértigo de las turbulencias. Después, tres horas en el aire-ripio, con curvas cerradas, Cañadón de la mosca, Pampa del toro, obrador, puentes de los aplausos, sanguchito en Tacuifí, algún vómito en el Mascardi. En uno de esos viajes llegamos hasta el lago Guillelmo y ahí mismo nos enteramos de que la ruta estaba cortada. Un arroyo se había vuelto río y ahora la ruta era un depósito de troncos y piedras y tierra. Ibamos Migui, Pol, Bicho y yo y teníamos un libro de Poe. Charlamos de algo un rato y después decidimos leer en voz alta El escarabajo de oro. Cuando lo terminamos había empezado a oscurecer. Alguien debía estar trabajando para despejar la ruta, suponíamos. Ahora no me acuerdo si volvimos al Bolsón o si en algún momento se volvió a abrir la ruta. Me acuerdo nomás de la camioneta, de bajar y dar vueltas y escuchar la furia del río desbordado, del libro de tapa roja y hojas finitas con casi todo Poe ahí adentro, de las ventanas empañadas y del ruido de la lluvia contra la chapa blanca de la camioneta.