sábado, agosto 22, 2009

sábado

Leo mientras Juan se duerme. Sentado en el banquito con almohadón de cuero de cabra, mis ojos van de letra en letra, de palabra en palabra, de párrafo en párrafo y cada tanto se desvían y miran hacia el costado y Juan está parado en su cuna, con los párpados rojos de cansancio pero contento igual, levantando juguetes, libros, mantas y ofreciéndoselos al cielo, o al techo, que está más cerca, y dejándolos caer, hablando en lenguas ininteligibles, riendo.
Juan cierra los ojos mientras Bruce Chatwin recorre caminando los caminos ventosos de la Patagonia. Juan bosteza y ahora el mismo Chatwin está en Australia bajo el sol abrasador de un desierto, siguiendo los misteriosos trazos de la canción, intentado entender a los viajeros para entenderse, por fin, a él mismo. Juan suspira y su tocayo García Madero busca a los detectives salvajes por el DF y después los encuentra para perderse con ellos otra vez. Juan se sobresalta en un sueño que nunca vamos a poder imaginar y Lawrence Breavman madura y se enamora y por las noches camina por una ciudad que tiene un lago y piensa en poesía y de día se enamora y trabaja en una fábrica. Juan respira tranquilo otra vez y los viejitos y las viejitas de Muriel Spark toman té sin preocuparse, al menos unos minutos, por la muerte inminente. Juan se despierta y el Perito Moreno está por llegar a la naciente del río Santa Cruz. Juan se aburre en la cuna y quiere salir y Lorrie Moore me dice al oído con una voz que es hermosa pero tristísima como una noche tristísima que la vida, a veces, no es fácil. Juan empieza una manifestación de aburrimiento extremo que incluye cacerolazo y aplausos y grito eaeaeaeae y el pescador lucha contra la tanza que le corta las manos y el pez enorme se hunde y después salta, mostrando la cola y las aletas plateadas y su poderío y vuelve a hundirse en el mar cálido del caribe, mientras desde el este la oscuridad avanza cubriéndolo todo.
Así, en esos momentos de paz, que casi siempre están iluminados por una luz cremosa que entra por las ventanas y que contrasta con la oscuridad de la madera encerada del piso, y musicalizados con las gotas de lluvia que golpean testarudas contra las chapas, soy un testigo de infinitos mundos que nacen y crecen y se reproducen y mueren en ese cuarto, bajo ese techo, con Juan a mi lado, sentado en la cuna, hablando en lenguas, riendo.

miércoles, agosto 19, 2009

miércoles

Está sentado a la mesa: sus orejas rojas y redondas, su pelo negro, su barba homogénea y tupida. Su cadena de oro, su reloj plateado y pesado. Habla y se enreda en sus palabras, los demás lo escuchan serios y en algunas caras hay rasgos de impaciencia. Hay tres personas más, sentadas a lo lejos, en sillas de plástico blanco, bajo los tubos fluorescentes: en los zapatos barro y lluvia y derrota. La puerta quedó abierta: en los momentos de silencio se escuchan ranas. No se escuchan ranas en muchos lugar de por acá. Se escuchaban, y cómo se escuchaban, cuando nos sentábamos en la piedra grande de la loma, algunas tardes de ese verano mientras al sur se incendiaban el cerro y el cielo y la infancia.

miércoles, agosto 12, 2009

miércoles



realpolitik
Toda la carne en el asador: se inaugura la plazoleta Simón Bolivar en la entrada de El Hoyo. Circa 1983

lunes, agosto 10, 2009

lunes

Enfrente de la ventana del cuarto en el que está la computadora está el membrillero. Con la lluvia de la madrugada terminó de caer el último membrillo que quedaba colgado de una de sus ramas: seco, negro, desgraciado, duro por la helada, pero colgado al fin. Ahora, en el piso, los frutos caídos por las fuerzas de la gravedad y del invierno se camuflan entre las hojas y el agua del charco que crece milímetro a milímetro mientras sigue la lluvia.
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Las ramas secas y duras como cornamentas, el cable de la luz y el del teléfono, la nube gris y la montaña negra y la casa del vecino. Hay mañanas que me distraigo y veo estas cosas. Si mirás para el otro lado: el cerro y algo de nieve en la cumbre y los sauces con su piel roja y bandadas de loros gritones. O para el otro: un cerco vivo con un gato, sentado en un poste, que se estira como un yogui que alcanza el nirvana. Para el otro lado, la pared de ladrillos y nada más.
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La casa del vecino. Un cuadrado de cemento con ventanas tapiadas y un portón de metal pintado de blanco por el que entran y salen y vuelven a entrar autos y motos y personas, todo el día, toda la noche. Los viernes y los sábados son de reggatón. El resto del tiempo, nada. O el ruido de los autos y de la moto: un ronroneo contínuo, cuatro tiempos de admisión, compresión, explosión y escape, aunque en el sueño de la madrugada se escuche todo como una sola cosa uniforme y molesta.
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Las mañanas son de silencio. Pruebo con la radio y después con un disco. Tomo un mate que me deja tembloroso y mareado. Galletitas con dulce de leche o frambuesa. Y de repente es la una. Algo de trabajo, o buscar algunos discos por ahí. La temporada cinco de Weeds. Cada tanto el teléfono o un estornudo o el lavarropas. Y el silencio.
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Hoy apareció otra vez ese insecto extraño y resbaladizo lleno de patas y movimiento perpetuo. Estaba atrapado en la bañadera, al lado de la rejilla, entre algunas pelusas y gotas de agua. Lo miré con desagrado y me fui. Cuando volví con una sandalia para el sacrificio y papel de diario para el entierro ya se había ido.
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Esto es todo cuanto tengo para informar.

jueves, agosto 06, 2009

jueves




Id por mí.

martes, agosto 04, 2009

martes

Juan tenía hasta las dos de la tarde del día cinco de agosto de dosmilnueve para aprender a despedirse haciendo chau con un brazo: moviéndolo de un lado hacia el otro como un limpiaparabrisa desquiciado en una noche de tormenta, mientras en la cara sonrisa y cachetes fruncidos y no saber bien qué significa todo esto pero lo hago porque lo aprendí. No hizo falta llegar hasta el deadline. Ayer, pero poco antes también, empezó con los movimientos. Primero, estirar el brazo, después, agitarlo sin control. Después, girar las manos. Después, asociar este movimiento al vocablo chau. Después, hacerlo todo el tiempo. Después, reir. Después, volver a empezar.
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Mañana, cinco de agosto de dosmilnueve, a las dos de la tarde, Juan va a hacer chau mientras avanza en los brazos de Lu por la sala ascéptica y blanca del aeropuerto de Bariloche, rumbo al avión. La voz va a anunciar vuelos que llegan y otros que salen. Los brasileños van a gritar y mirar las montañas. El lago va a reflejar un sol amarillo. El viento va a soplar invisible y sólo se hará presente en árboles doblados, bolsas de basura que vuelan. Lu y Juan van a subir las escaleras, desaparecer en una manga de plástico. Juan me va a saludar.