martes, marzo 10, 2009

martes

Acá va Quilodrán, rifle en la mano, cuchillo en la cintura, rumbo a la vaca.


foto de Marc

lunes, marzo 09, 2009

lunes

Se empieza por el principio, se sabe. Por la primera fruta. Por el primer paso en el pasto mojado por el rocío. Luego, lo mismo, una vez, dos veces, tres veces, cien. La mirada concentrada en la planta, la espalda recta, las manos firmes, los dedos lo más ágiles y rápidos que permita el frío de la mañana. A medida que se avanza por la hilera de plantas el silencio comienza a aumentar, a taparlo todo. El viento desaparece, atrapado por los álamos lejanos. Los murmullos de las voces y de las risas y los silbidos de los demás quedan enredados entre las ramas de los arándanos y los pastos y el rocío, y el pensamiento viaja, veloz y sin dirección, más allá de tu mirada concentrada en la planta, tu espalda recta, tus manos firmes y tus dedos que comienzan a volverse cada vez más rápidos y precisos.
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La cosecha de frutas es un terreno fértil para las metáforas. Todo puede llegar a ser comparable con cosechar: la vida, el amor, el verano, el fútbol, y así. Depende, sobre todo, del estado de ánimo del cosechador.
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Este verano cosechamos arándanos varias veces. Algunas veces todos, otras veces con Zelda Argentina y su troupe de cosecheros, otra vez solo. Zelda Argentina y su troupe de cosecheros hablan, cosechan y hablan, cosechan muy rápido y hablan, también, muy rápido. Zelda Argentina y su troupe de cosecheros no cosechan los lunes después de alguna fiesta popular, eso ya lo tiene muy en claro el patrón. Zelda Argentina nació en Cholila y tiene once hijos. Algunos de esos once son parte de su troupe.
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Allá somos recolectores. La parte cazadora del tándem terminó con el rifle de Alan y el chancho paralítico, o con los pájaros caídos por las gomeras y los balines de aire comprimido. Desde entonces, juntamos cosas: frutas, verduras, miel, ramas, piedras. Cada tanto, a alguien le agarran ganas de tener un arma para ultimar alguna de las tantas liebres de marzo, pero no pasa de la idea: tomar la escopeta con las dos manos, los brazos firmes, la vista precisa, el dedo en el gatillo, bang, y después sentirse Hemingway por un rato.
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Lo cierto es que los que cazan son los otros, como el infierno. Quilodrán le apunta a la vaca entre los ojos desde cincuenta metros con su rifle y espera que la vaca mire hacia abajo, hacia el último pasto que va a comer, porque si lo mira a los ojos con la bala no pasa nada, rebota en el cráneo y la vaca ni mú; y entonces la vaca baja la mirada y Quilodrán dispara y la vaca queda suspendida en el aire unos segundos, como levitando, y después, por fin –aunque es un por fin que no existe porque el tiempo, ahí y entonces, no existe–, se desploma. Más tarde se carga la vaca o, mejor, ese compendio de carnes y cueros y huesos y cuernos y tetas en una chata hasta el árbol ése en que se cuelga. Quilodrán maneja el cuchillo como el Dr. House de los matarifes: un corte veloz y la vaca está abierta en canal, un corte más y está sin cabeza, cuatro más y sin pezuñas, otro y sin cuero. El cuero, proto-alfombra, se pone debajo de la vaca colgante y sirve de fuente para recibir todas las vísceras y órganos que van a caer después de otro corte más –preciso y rápido como los anteriores–, con un ruido como de ola rompiendo contra las piedras, de inodoro desagotando, de glaciar en retroceso.
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En realidad, en la escuela matamos. Matamos chanchos gordos con nombres ridículos, matamos pollos anónimos, matamos el tiempo. Lo peor: los gritos, el calor, el olor, las plumas, los pelos.
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Y muchos años antes, allá arriba, en la casa del Cerro Amigo, una vez que estuvo acorralada y perdida en una zanja, arremetimos contra la gallina con palos y maderas y con furia tan ciega como inocente: de ella sólo quedaron las plumas y la cabeza y unos ojos sin párpados que nos miraron fijos por el resto del verano y de la infancia. Alguien nos retó, pero no hacía falta: ya habíamos aprendido.