jueves, octubre 07, 2010

jueves

Irreverencia. Esa es la palabra que busco y no encuentro y voy a tardar un rato en encontrar, tal vez porque el contexto no ayuda: son las cuatro de la tarde, el pueblo está dormido y la resolana hace que todo se vea blanco. Tal vez porque ya estamos sentados en una de las dos mesas que el único bar de El Hoyo tiene en la vereda, frente a la escuela, en una calle de polvo y pozos, y la botella de cerveza y los chops dejan sus huellas de agua en la madera barnizada. Acabamos de salir de una reunión de esas que nos podrían llegar a gustar por lo antropológico, pero que ni siquiera. El clima está raro. Hay resolana, ya lo dije, pero de vez en cuando sale el sol y, muy cada tanto, caen algunas gotas de una lluvia que no moja. El bar está cerrado, o debería, pero el dueño y unos amigos aprovechan la siesta para enchufar guitarras y bajo y tocar los principios de canciones que sabemos todos: thedoorsdirestraitsredhotchillipepperslarengasumometallica y volver a empezar. Son tres y son los sultanes del riff y están sentados sobre sus amplificadores. No fuman, no toman, no hablan. Un grupo de chicos sale de la escuela que está enfrente y pasa por el kiosco y compra lo que compran los chicos que salen de la escuela, caramelos, alfajores, y esas cosas que se ponen de moda según la época del año, como gomitas de miel, ponele. Al rato desaparecen por la calle y quedan sus gritos y los papeles de los caramelos y los alfajores tirados en el piso. Queremos hablar de política pero hablamos de nosotros, y todo lo que no decimos queda flotando en el aire y se pierde en el blanco de la resolana. Hablamos de nuestras vidas, tan rurales y tan urbanas, comparamos nuestros caminos, o al menos las coincidencias y meditamos las diferencias. En un momento quedo solo y pienso en ese día interminable que a la tarde fuimos a la popular de Independiente y comimos un choripán que el choripanero abrió al medio con la uña del dedo meñique y tomamos vino que de vino apenas tenía el color, y al anochecer subimos diecinueve pisos en un ascensor metálico hasta un restaurante en el que sonaba música tranquila y regalaban el champagne: cada vez que acercaba la copa a la boca todo el glamour se reflejaba en el brillo de mis dedos de pan y chorizo y vino. Ahí, en ese piso diecinueve, vimos desatarse una tormenta con rayos y centellas que nunca antes habíamos visto y más tarde tomamos un taxi y terminamos en lo de mi abuela, su madre, tomando un té, primero, y un whisky, después, con los pies, descalzos, hundidos en la alfombra beige y el reloj que cada tanto -una hora, pero a veces parecía más y a veces menos- marcaba la hora. Irreverencia, sale, llega, la encuentro y la digo. Y sí, esa era la palabra y ahora no me acuerdo para qué la buscaba. Un falcon gris destartalado rompe el encanto y nos levantamos. Adentro el bar es sólo otro bar de día: un no lugar, como un supermercado a la madrugada, pero las guitarras siguen sonando. Pagamos, saludamos y nos vamos. Resolana, cerveza fría y rockandroll. Un padre, un hijo. A las cuatro de la tarde. En El Hoyo. Un martes.

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