martes, julio 24, 2007

el lento ocaso de Lucky Luke

Si de alguna hazaña no se pudo recuperar Lucky Luke, fue de la muerte de Jolly Jumper. Habían andado dos días con sus noches. A ellos se les daba por cabalgar de esa manera: uno dormía, el otro conducía, y viceversa. Uno armaba cigarrillos y comía sus judías enlatadas, el otro almorzaba avena y cantaba canciones que le habían cantado sus antepasados, unos jamelgos que, decían, habían descendido del mismo barco que Hernán Cortés.
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Dos días y dos noches. Atrás habían quedado las montañas negras de Dakota y el desierto de sal de Salt Lake City con sus mormones. Atrás en el tiempo habían quedado las aventuras y las andanzas del trío más desparejo: la soledad, el caballo y el cowboy.
Ahora se dirigían hacia donde se pone el sol. Luke, que ya había dejado de ser afortunado hace tiempo, buscaba un lugar para asentarse y mirar pasar el progreso desde una reposera en la puerta, fumando de su nueva pipa. Una casa de una planta –sin escaleras, por favor– con suficiente pasto verde para Jolly, y grandes y vacíos y oscuros cuartos para su soledad. Los tres vivirían en paz los años que les quedasen.
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Luke sabía que Jolly no soportaría esta última cabalgata. Jolly sabía que Luke sabía. Jolly se dejó poner la montura, soportó como siempre había soportado el momento terrible de cuando la cincha se aprieta más y más, y bajó solícito la cabeza hasta que Luke introdujo el freno de cuero gastado. Luke hacía bastante tiempo que había dejado de cantar su canción.
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La vejez es lo peor, dijo Luke y a sus palabras se las llevó el viento. Jolly movió las orejas hacia atrás para escuchar mejor, y asintió despacio, moviendo su cabeza y sus crines rubias de arriba para abajo. Una y otra vez. A la vejez no se le puede disparar, no se la puede encerrar en calabozos, no se la puede perseguir a galope tendido. La vejez y su socia en el delito, la muerte, son inatrapables, escurridizas, tramposas, peores que los Dalton. Jolly asintió una vez más, y el movimiento de la cabeza permaneció un tiempo más, confundiéndose con su paso lento. Es más, la vejez y la muerte son las que te persiguen, y uno no sabe cuál fue el crimen, pero sabe que tiene que seguir corriendo. Y que será en vano.
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Jolly cerró los ojos. Imaginó una estepa llena de pastos verdes y carnosos. Imaginó una yegua y dos potrillos: sus hijos, su descendencia, si no estuviese capado. Imaginó ríos de agua clara y los pelos mojados de su quijada goteando luego de un largo trago. Imaginó también una vida alejada de los ruidosos aparatos que ahora utilizaban los humanos para transportarse. Imaginó al canoso Luke con un balde de avena mojada en sus manos, llamándolo con un susurro. En este momento podría llorar, dijo Jolly. Luke no contestó.
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A pocos kilómetros de Los Angeles, Jolly cayó fulminado. Sus cascos partidos, sus rótulas desintegradas dijeron basta. También su cadera y su cruz y sus dientes gastados.
Luke saltó a tiempo y desde el piso contempló a Jolly Jumper, que seguía con los ojos cerrados, mitad por dolor, mitad por vergüenza. Jolly asintió y movió la cabeza, ofreciéndole la nuca a Luke. La sombra, por primera vez, desenfundó más rápido que Lucky Luke.
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Luke y su soledad terminaron el viaje en tren.

miércoles, julio 18, 2007

miércoles

*Salgo del laburo y llamo a mis viejos por el telefonito: da ocupado. Pruebo con mellizo Lado b, lo mismo. Mellizo Lado a sí me atiende y hablamos un rato largo. Me cuenta que están todos en casa: Lado b lee el libro que le presté en el living, cerca de la chimenea; Madre cocina escones; Padre hace algo en el jardín; Lado a, mientras habla, sigue a Benja, el hijito de la Colo, que circula por toda la casa y que no se lleva muy bien con las perras y los cachorros. Yo camino por la vereda de los números pares de la avenida más ancha del mundo. Y me imagino las situaciones que me llegan al oído vía onda celular.
Dos jóvenes de identidad indefinida pero gestos sospechosos se interponen en mi camino. Yo hablo, sigo mi ruta, no los miro. Le pido a Lado a que me pase con Lado b, para preguntarle cómo va con el libro. Los dos chicos me detienen. Uno, el de la izquierda, con una mano sostiene mi mano que sostiene el teléfono; en la otra, empuña un objeto contundente, un elemento de corte, o tal vez sólo el dedo índice tieso que apoya con cuidado sobre mis músculos intercostales. No importa si es un dedo, una faca o una nueve milímetros, el efecto es el mismo. Me dice: "dale, pibe, largá el celular". El otro asiente. Yo le digo al que me amenaza, pero lo suficientemente fuerte como para que el asentidor también escuche: "soltá, flaco, qué te pasa", como poseído de repente por el espíritu de he-man. El que me amenaza con el objeto contundente y que además sostiene mi mano que sostiene el celular dice: "eh, bueno, pibe, todo piola, no te pongás así". Y me suelta. El otro vuelve a asentir. Las personas que caminan a mi lado con sus preocupaciones a cuestas no tienen tiempo para ser testigos presenciales de otro asalto. Dejo a los cacos atrás, mi mano sigue sosteniendo el celular y escucho a Lado b que me dice: "no te oigo bien, estás ahí".
Es mientras le cuento lo que me acaba de suceder que mis piernas y mis brazos se ponen a temblar. No miro para atrás, el teléfono es mi anteojera: sólo veo el piso y los mosaicos de la vereda y mis zapatillas con los cordones desatados.

*Leer mientras uno camina tiene tres problemas: a) los postes, b) los transeuntes, c) los soretes de perro. Quitando de en medio estos tres obstáculos nos queda una actividad muy grata, que casi empata con caminar escuchando el walkman.

*No llovió.

lunes, julio 16, 2007

generalidades

*Siempre hay alguna película en cartel en la que actúa o Morgan Freeman o Denzel Washington. O los dos juntos. Y es de suspenso, oscura. Y nunca la vas a ir a ver al cine. Sí una tarde de lluvia, en la tele, casi dormido.

*Si acabás de terminar de leer un libro que es de un autor mexicano o que transcurre en México es muy probable que en tu siguiente viaje en treintaynueve te sientes al lado de alguien que dice palabras como ahorita, órale, chinga tu madre, y que no sepas bien si es un chiste, si alguien te está cargando o si todavía seguís en tu cama y que el libro que estabas leyendo se te cayó por un recoveco de la sábana y que es tarde y te tenés que levantar.

*Los miércoles, llueve.

sábado, julio 14, 2007

de tribus

Me parece que fue en el año 1997 o 1998, no me acuerdo bien; de lo que sí me acuerdo bien es que la nota la leí en la revista Viva y, sobre todo, que trataba sobre las tribus urbanas y que tenía una especie de diccionario con los nombres de cada una de las tribus y una foto y una explicación. Estaban –esto ya no me lo acuerdo muy bien– los punks y los skaters, los skin y los straights, los darks y los rockeros. Todavía, me parece, no había rolingas. Aunque es muy probable que me equivoque.
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Yo, por esa época, estaba entrando de lleno en el fangoso y resbaladizo terreno de la adolescencia, y no tenía botas de goma. Con mis amigos éramos todos hijos mayores de familias jóvenes, vivíamos en una zona rural, andábamos a caballo cuando queríamos. Íbamos a una escuela agrotécnica y los veranos los pasábamos al lado del río que corre rumbo al norte a metros de mi casa. Jugábamos al fútbol, a veces al voley, hacíamos circuitos con saltos y pozos con barro que recorríamos en las bicicletas. Por las noches escuchábamos música y nos dedicábamos a la coctelería: anís, gancia, whisky, vodka, todo batido pero no revuelto; beber, escupir. Algún que otro cigarrillo.
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Casi ni salíamos a la noche. “La noche” era en el Bolsón. Ahí había dos boliches: Life y Barr442. Life era de los más grandes y más chetos, Barr442 del resto. Nosotros, si salíamos, lo hacíamos en Barr, los viernes. Lo que más me acuerdo de estas salidas es el frío. Y también la música, que siempre era la misma, todas las noches, aunque de vez en cuando se agregaba una canción nueva. Si llegábamos temprano teníamos tiempo para escuchar la música que más nos gustaba. Después ya arrancaba "y que tal si salimos todos a bailar", y todos, obedientes, salían a bailar y nosotros nos dedicábamos a la cerveza. Menos Nico, éramos todos un prolijo ejército de perdedores en lo que a mujeres respecta. Migui era silencioso, el Patón exageradamente solícito, Tadeo serio, yo imbécil, todos inseguros. Nico no tenía reparo en estar con chicas feas, bobas, fáciles. Sí, todo lo que quieras, pero tuvo a Meme.
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Entonces leí esa nota sobre las tribus. Y se apoderó de mí, como muchas otras veces, esa extraña sensación de no pertenecer. Fueron días, semanas y meses en los que deliberamos con Nico sobre cuál era la tribu que nos pertenecía; cuál era la tribu a la que pertenecíamos. Empezamos con comprarnos pantalones bolsudos, tipo rappers. Yo me compré una cadenita de esas que se enganchan en la billetera, Nico se la fabricó con un repuesto de inodoro. Conseguimos unos skates y unos rollers, que no sabíamos usar muy bien, pero íbamos al gimnasio del Hoyo y con hidalguía resistíamos los embates de los jugadores de fútbol, la risa de los jugadores de basquet, la mofa de los paseantes ocasionales. Volvíamos a nuestras casas sudados, raspados y cansados. Ardua la tarea de encontrar una tribu.
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Después yo me puse de novio con una chica que era un poco hippie y me puse el sueter y escuché a Caetano. Nico y Migui se reían. Yo usaba bufanda y tomaba té. Caminaba por la chacra y levantaba del piso hojas amarillas y rojas. Eso no duró mucho y al tiempo me vine para Buenos Aires.
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En Buenos Aires abandoné la busqueda de la tribu. Aunque antes probé un par más: fui a la creamfields y tomé pastillas, fui a recitales en antros y en grandes estadios, fui a la cancha a ver al rojo y asistí a cursos de fotografía.
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Cuando era chico era fana de los apaches. Tenía un libro que contaba cómo agarraban los caballos, cómo hacían sus ropas, sus carpas. Ayudó mucho en este fanatismo Lucky Luke, el hombre que disparaba más rápido que su propia sombra. Los sioux también me caían muy bien. Y de acá me gustaban, más que nada, los onas, y los tehuelches.

jueves, julio 12, 2007

ramos generales

Con Migui, el primo, cuando hacía mucho frío y las ventanas de olleros estaban empañadas y ni el horno ni la salamandra ni el radiador hacían más amigable el ambiente solíamos decir: si llueve, nieva. También lo decíamos cuando salíamos a la calle, rumbo al supermercado, o cada uno a su respectiva facultad, o simplemente a dar una vuelta por el barrio. Si llueve, nieva, decíamos. Nada más. No decíamos: "pero qué fresquete", o "qué tornillo", o "qué tiempo loco". Más que nada porque no usabamos esas palabras, y porque estábamos seguros de que si llegara a llover, nevaría.
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El lunes a la mañana desayunamos en la mesa blanca que está en la cocina. Afuera, el ambiente estaba gris y estático. Si llueve, nieva, pensé para mis adentros. El almuerzo en lo de mis abuelos estaba programado -todo lo relacionado con mis abuelos suele estar programado- a la una, una y media como muy tarde, pero salimos rumbo al colectivo una menos cuarto. Y había que llegar a Martínez. El tren azul tenía calefacción y las estaciones pasaron raudas: nadie nos vendió chocolates hamlet ni compilados de rock nacional. A pesar de que sabíamos que estábamos llegando tarde, con Lu caminamos despacio, su mano izquierda y mi mano derecha compartiendo un bolsillo.
Sobre Libertador, como es costumbre, nos encontramos con los brothers, que vienen en 168. Y caminamos los cuatro juntos, echando humo por la boca; preparándonos para lidiar, de manera inteligente y amorosa, con la abuela, para gambetear los comentarios macristas, las cartas de lectores de la nación, para comer carne al horno. Patinamos en la vereda que da a la puerta. Tocamos el timbre. Por la chimenea se ve el humo: está prendida la chimenea.
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El almuerzo transcurre por los carriles esperados: están los tíos de visita y se roban la atención; nosotros, los nietos, nos dedicamos a ser graciosos y también irónicos y cínicos y metemos bocaditos cuando lo consideramos prudente. Bebemos vino tinto que sirve Carlos y comemos las empanadas que reparte Paty. Nosotros, los nietos, nos dedicamos a comer y a beber; ni siquiera amagamos con ofrecer ayuda: estamos cómodos en la mesa; los tíos, de visita, se roban la atención. Nadie nos dice nada. La mesa larga está cubierta por un mantel blanco y de a poco empiezan a aparecer las manchas borgoña del vino ídem. Las migas de pan, los pedazos de aceitunas, vendrán después.
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Los temas de conversación son los mismos de siempre. Estar sentado a la mesa de roble de mis abuelos es como entrar en un rizo espacio-temporal que nos devuelve, invariablemente, a la misma escena. Hay nombres en inglés que suenan como Terry o Bob; nombres en francés: Ivonne, Marie. Hay muchos dobles apellidos; hay muchos conocidos de conocidos de conocidos. Hay árboles genealógicos, o peor aún: hay bosques genealógicos, que son lugares oscuros y tupidos donde todos son parientes de todos y siempre hay alguien que es famoso o conocido y que por alguna casualidad está ligado a alguien que está ligado a alguien que. También se comenta sobre el tema de la semana (que esta vez fue la crisis energética, pero supo ser Blumberg, Kirchner, Kirchner, "subversivos", Perón, Perón, qué grande sos), y alguna otra frivolidad.
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No sé si será el alcohol o el té digestivo, pero es siempre hacia el final de estas veladas que mis abuelos y mis tíos -los que viven acá, no los que están de visita y que nos roban el protagonismo y con él las presiones- se vuelven personas de carne y hueso y sentimientos y nos tocan el pelo mientras nos hacen comentarios simpáticos, o nos dan ánimos. Es a esta altura del partido cuando se muestran como lo que son en el fondo: viejitos queribles que se suelen poner la careta equivocada. Personas que le dieron demasiada bola a las formalidades y ahora es demasiado tarde. Nativos disfrazados de ingleses, y el disfraz les queda grande y por debajo de los dobladillos -a esta hora, en este momento- se ven las piernas peludas que tiemblan de miedo y de frío. Si llueve, nieva.
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En eso estábamos cuando llega un mensaje de texto que dice: "boló, está nevando".
Miramos por las ventanas y queremos creer que es nieve. Pero es agua. Nosotros conocemos la nieve; nosotros somos la nieve, nos decimos, guachos pistolas. Y volvemos a mirar y ahora el agua está congelada y parece nieve, y entonces salimos afuera y sí, nieva. Comenzamos a tirar fechas: eso que no nieva desde 1936, dice uno. No, antes, 1920, dice otro. Día histórico, sentencia un tercero. Pero la mesa de roble cubierta por el mantel blanco que ya tiene las manchas de vino y las migas de pan y los pedazos de aceitunas y unas, las más recientes, de café, permanece inmutable. Mis abuelos, uno en cada cabecera, mantienen la compostura. Uno de ellos pide que no se deje la puerta abierta, que no hay más leña. Nosotros no los escuchamos, no, nosotros estamos afuera, nosotros miramos los copos que caen y que cada vez vienen más grandes y estamos contentos y con los cachetes rojos y los mocos líquidos.
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La estación de tren parece Vladivostok. El gris del andén y el blanco de la nieve, las camperas abrigadas de los pasajeros, el blanco de la nieve otra vez. Lo que nos diferencia de los rusos, pienso, es que ellos se saben abrigar, pero no quedo muy contento con mi pensamiento y enseguida se bifurca en otros mil pensamientos distintos que ahora no recuerdo.
Caminamos con Lu de la mano por el andén: no queremos un techo, no todavía. Llega el tren. Nos vamos a Siberia.