lunes, diciembre 12, 2011

lunes

hola, tincho,
te extraño
tuve un hijo
que en un momento
era parecido a vos
o al menos al dibujo que hizo avo
hace muchos años
cuando la casa era chica
y de madera
y con una chimenea alcanzaba
para calefaccionarla toda.

recién veníamos desde la chacra
fue una noche lindísima
y en la radio pasaron the good son,
de nick cave
y ahí lloré y entendí
que estos dolores
aunque parezca otra cosa
duran para siempre.

te extraño.
y creo que no te escribía
desde hace seis años.
unos días antes de que te mueras.
pero nunca me animé a buscar
eso que nos dijimos.
beso grande.

martes, octubre 04, 2011

martes

Ah, la justicia poética
de las tres salchichas
que hierven en la olla gris
mientras afuera
llueve después de tantos días
y tantas noches.

Ah, los panes,
descongelándose
hasta endurecerse en el horno
y el olor a gas y tostada.

Ah, la computadora,
que se desangra de electricidad
y muere y se enchufa
-la enchufo-
y otra vez revive,
a pesar de las promesas,
a pesar de los juramentos,
a pesar del solitario.

Ah, el ruido de la heladera
un zumbido lejano,
agudo,
que está ahí,
como alguien
que te mira de lejos.

O la radio,
prendida casi
sin volumen.

O mis dientes
que se muerden entre sí
y la cara se endurece
en un gesto
que no sabría describir.

O las gotas en el techo.

O la gata
afuera en la ventana
y más allá de ella,
del otro lado,
el negro de la noche
y el reflejo de mi cuerpo
ahí,
mirando hacia lo oscuro.

(versión con enter en la mitad de las oraciones)

domingo, septiembre 04, 2011

domingo

Solíamos decir que la primavera es una estación traicionera. Que el verano y el otoño y el invierno son -suceden- de una manera y está bien que así sea. Que el calor o el frío o las heladas o los colores de las hojas de los árboles; que las noches largas y el río marrón y crecido, rugiendo ahí como para que no lo olvidemos; o después, los días que se estiran y también el río ahí con agua azul y plateada y nosotros nos zambullimos desde los sauces y el sol calienta la laja.
*
Pero la primavera desconcierta y por eso traiciona. Los días parecen largos y uno se confía y sale y camina y antes de volver ya es de noche. El viento sacude a los sauces y los álamos que, sin hojas y esqueléticos, se mueven de un lado para el otro y cada tanto se escucha un crack y al rato y a lo lejos cae una rama al piso. Y después otra. Esas ramas eran las que aparecían alrededor de la casa y los paisanos no les decían ramas, les decían ganchos. Y las juntábamos y las llevábamos a donde prendíamos fuego la basura: sin hojas parecían secas, pero estaban verdes y costaba un rato que prendieran.
*
En la primavera también los caballos estaban peludos y con los vasos largos y rajados de tanto pisar tierra blanda y miraban de reojo cuando nos acercábamos y salían galopando, primero uno, siempre el mismo, y después todos los demás. Galopaban unos metros a toda velocidad, a galope tendido, y después frenaban y esperaban a que llegáramos para volver a empezar. El viento y la primavera, o la primavera y el viento, los volvían un poco locos, como a todos nosotros. El viento, el barro, los árboles sin hojas, el cielo celeste con nubes blancas, los días cortos, el ruido de la lluvia sobre el techo de tejuelas, los caballos, los perros mojados y olorosos, los charcos, el resfrío. Y la locura.

viernes, julio 29, 2011

viernes

Hay tardes frías y grises en las que me dan ganas de escribir algo sobre un chico que llega a un pueblo perdido en la cordillera. Tiene unos veinte años, está terminando la década del 70. El chico, llamémoslo N, es de una familia con plata, aristocrática, y tuvo, al menos hasta el momento de su partida, buena educación, viajó, es más o menos lindo, con rasgos que dan bien el physique du rol hippie: pelo rubio, ojos celeste. Se nota que es ambicioso y no se sabe si escapa de algo o si busca alguna cosa. A N le cuesta, pero pronto se adapta a la vida en el campo. Tiene una vaca, gallinas, ovejas y una camioneta chevrolet amarilla que llegó nueva. Tira árboles para hacer leña y madera y cada tanto, cuando el invierno es duro o la lluvia no para, se toma un ómnibus de regreso hasta San Isidro a visitar a su familia. En esos viajes aprovecha para bañarse, comer bien, mirar televisión y reencontrarse con sus chicas, que por hippie o huraño lo ven más apetecible que antes de su partida. Así transcurre la vida de N. De a poco, en su cuerpo, comienzan a aparecer las marcas de su vida asceta. Arrugas, uñas partidas, canas: los ojos se enrojecen por tanto humo y se achinan por tanto gris. Conoce a una paisana que vive cerca de su chacra y la embaraza sin querer -y sin quererla-. Tiene tres hijos y todos son rubios como él y hoscos como ella. N algunas noches toma ginebra y se imagina la vida que pudo haber tenido de no haberse ido. Sabe que es idiota pensar eso y entonces toma más y se enoja: con la vida, con él, con su mujer, con sus hijos. A veces ensilla un caballo y se va por una semana o más. Siempre va a los mismos lugares: un lago, un refugio. Tiene algunos amigos por allá. A veces esas visitas empiezan o terminan mal, con cuchillos, sangre, dolor y después ginebra y olvido. Después vuelve y en su casa lo espera su mujer con sus ojos que no lo miran y su pelo negro y sus silencios, y sus hijos, rubios y también callados. Un día N le da un consejo a alguien y se da cuenta de que es bueno dando consejos, o que al menos podría serlo. (A pesar de todo, de la ginebra, del silencio, del odio, sabe que puede llegar a ser bueno en lo que se proponga y confía en su educación y en su apellido). Camina y sale de su chacra y sube una loma y mira desde allí a su pueblo desde y trata de entender la lógica. Mira las calles de ripio y las pocas oficinas y los negocios y la municipalidad y se ríe solo y se dice claro, cómo no lo pensé antes. Vuelve a la chacra y en un cuaderno empieza a hacer algunas anotaciones. Escribe, con dedos torpes y duros y un lápiz sin mucha punta las palabras municipalidad, provincia, actores; hace números, cálculos. Hace dibujos de casas y flechas que apuntan para uno y otro lado. Y más palabras: consejero, Maquiavelo, monje, negro; busca libros en un galpón y los encuentra apilados, todavía, en las cajas en las que vinieron desde Buenos Aires hace ya muchos años. Vuelve al cuaderno y dibuja, cuidadoso, el signo de la plata, del dinero, de los pesos, esa S mayúscula atravesada por uno o dos líneas verticales. Toma un trago de ginebra que sirvió en una taza. Sus hijos ya crecieron y dos van a la escuela y el otro acompaña a su mamá. Está solo en su casa y los fuegos se están apagando. Mira por la ventana la helada que está por caer. Está contento. Acaba de encontrar la manera de reinventarse.

miércoles, julio 13, 2011

miércoles

Los vecinos gringos tienen a su nieto varado en su casa y lo vemos jugar y salir y caminar desde la ventana del living. Lo trajo su abuelo, hace un par de meses, desde Oregon. Eso me dijo la gringa hace poco, cuando la levanté en el auto una tarde de lluvia. Ella caminaba adelante y más atrás su nieto, un hooligan colorado y con ropa de rapero de unos siete, ocho años. Le pregunté a su abuela si había viajado sólo desde allá y ella, con su boina negra sesentista, con su pelo blanco, con su campera azul, me respondió que no, que vino con el grampadre. Me contó también que empezó a ir a la escuela, y señaló con el brazo hacia el sur, hacia el otro lado del aeropuerto. What are you talking about, preguntó el nieto, con voz de nieto gringo y pelirrojo. De vos, respondió la gringa. Cool, dijo el nieto. Y agregó: contale que estoy yendo a la escuela, así, pero en inglés. La abuela se rió y dijo que ya lo había hecho, y miró por la ventana y así se quedó un rato largo.
Los gringos, cuando hablan, hablan de perros y gatos que encuentran perdidos por ahí y también de los perros y gatos de los vecinos y de los caballos que dejan en el loteo de enfrente. Hablan de ecología y de auto y del consumo de hidrocarburos.
Los gringos caminan siempre uno adelante y el otro atrás y ahora el nieto todavía más lejos, rezagado, pateando piedras, jugando a juegos de chicos gringos que son igual a todos los juegos de los chicos, pero en otro idioma. Los gringos también andan en bicicleta y, cuando nadie los ve, viajan en remises que usan hidrocarburos y tiran sus gases al cielo gris del pueblo que eligieron para vivir andá a saber por qué.
(A veces, cuando estamos aburridos, tratamos de imaginar por qué fue que eligieron venir a vivir acá, y casi siempre terminamos pensando en cosas turbias, oscuras, al borde de la ley, historias de huidas y cambio de vida, de un día para el otro, porque de algunas cosas no hay vuelta atrás).
El nieto gringo se compró una pelota y lo vemos que juega a que juega al fútbol en el jardín de sus abuelos: ensaya tiros libres, gambetea arbustos, desafía a los siete perros y a los tres gatos y festeja, por fin, los goles que hace contra el cerco de alambre tejido besándose la camiseta, bajo la mirada atenta y nerviosa de los conejos.

domingo, mayo 22, 2011

domingo

Como había sol salimos. Antes preparamos unas empanadas de jamón y queso y una botella con agua y servilletas. En la montaña había nieve y jugamos. Juan la había visto pero nunca habíamos estado un rato largo, así, como hoy. Le propusimos hacer un muñeco y nos pidió un Buzz Lightyear, con alas y botones. Hicimos una especie de ángel de la muerte con las alas derrotadas. Le gustó lo mismo. Lo miramos un rato y después propuso que lo rompiéramos: al principio fueron patadas tímidas y después fueron empujones y después fue una masa amorfa de nieve con barro, pasto y hojas de coihue. Las manos frías y rojas. Los zapatos húmedos. Entramos al refugio y lo recorrimos vacío, siempre con el mismo olor, siempre con humo de la chimenea. Ahora sin la mesa de pool, sin olor a tortafritas. Salimos y bajamos las escaleras y volvimos al auto. Pusimos música y planeamos el futuro. Juan se durmió a los dos kilómetros. Los vidrios se empañaron.

lunes, abril 11, 2011

lunes

Ah, la justicia poética de las tres salchichas hirviendo en la olla gris mientras afuera llueve después de tantos días y tantas noches. O los panes, descongelándose hasta endurecerse en el horno. O la computadora, que se desangra de energía y muere y se enchufa -la enchufo- y otra vez, revive, a pesar de las promesas, a pesar de los juramentos, a pesar del solitario. O el ruido de la heladera que es un zumbido lejano, agudo, que está ahí, como alguien que te mira de lejos. O la radio, prendida casi sin volumen. O mis dientes que se muerden entre sí y la cara se endurece en un gesto que no sabría describir. O las gotas sobre el techo. O la gata, en la ventana, afuera, y más allá el negro de la noche y el reflejo de las ventanas con la mitad de mi cuerpo ahí, mirando hacia lo oscuro.

miércoles, marzo 30, 2011

miércoles

Es otoño y para completar el cliché las hojas de los árboles están amarillas y los días más cortos y yo no paro de comer manzanas. Las manzanas son de la chacra y son rojas, con matices que van del amarillo al naranja y su cáscara apenas se resiste a los dientes y después es todo jugo que salpica para acá y para allá -para acá: el teclado, para allá: el monitor- y mientras mastico escucho el eco, en la casa vacía, de todo ese chirriar de jugo y fructosa y carne blanca porosa. Las manzanas más ricas del mundo salen de unos árboles que están en la chacra, a lo largo de un camino de tierra y pasto, que de a poco se llena de piedras que el perro saca del río y deja por ahí. Las manzanas caen con el viento y se desparraman por el piso. Las manzanas, tarde o temprano, llenan todo de un olor que es distinto según quién lo huela, porque es un olor subjetivo. Para algunos -los más- es el olor de un recuerdo, de una casa vieja allá en la infancia, de un altillo vacío y oscuro con el piso lleno de manzanas, nueces y zapallos esperando el invierno, de una época donde todo era en pequeña escala: el día a día, los planes, el futuro. Para otros -los menos- es el olor de un lugar donde se acumulan cosas, un mercado, un depósito y no hay recuerdos, sólo la sensación de abandono y derrota. Para mí las manzanas son muchas cosas. Pero no profundizo: de la canasta verde agarro una y la lustro contra la remera y miro sus vetas y los dibujos en la cáscara y sus imperfecciones, manchas y picaduras. Después la muerdo y ya me distraigo en otra cosa cosa y no le presto más atención hasta que la termino y empiezo a masticar las semillas que son almendras en miniatura y después el corazón hasta quedar con el cabito entre los dedos para dejarlo en cualquier lado. Todo el día como manzanas. En algún momento de la tarde me arrepiento y digo no debería. Pero sigo.

martes, marzo 29, 2011

martes

Hace un tiempo que la gata caza lagartijas, les corta la cola, juega un rato y, cuando se aburre o cuando la lagartija ya no responde -cosas que van de la mano-, se la come. El rito es invariable. Lo único que varía es el tamaño de las lagartijas, pero tampoco tanto. Alguna vez nos preguntamos de dónde sacaría tantas, todas del mismo color, todas opacas y marrones, todas condenadas. Pronto dejamos de prestarle atención. Hoy, mientras volvía en el auto, con los ojos cerrados de resolana, con el viento y el polvo avanzando en contramano por la calle que antes, en otro lugar, es avenida y tiene asfalto y negocios; hoy, decía, vi a lo lejos la figura de la gata. Y si bien todos los gatos son parecidos y la gata estaba lejos y había viento y polvo y resolana, la reconocí enseguida. Cruzaba la calle, venía del aeropuerto. Llegué a casa antes que ella y después de cerrar el portón me senté a esperarla: todavía tenía que atravesar el baldío que en realidad es un bosque de cipreses que en realidad es un loteo que en realidad es el lugar ese en el que las bandurrias se juntan a gritar su canción de amor y donde los caballos del señor sin un brazo pasan la noche y donde de vez en cuando, sobre todo algunos fines de semana, entro a buscar leña para los asados y a camino entre cipreses, condenados como las lagartijas y mosquetas y pasto y miro alrededor y podría estar solo en el mundo. La gata salió un tiempo después y en la boca traía una lagartija. La dejó en el piso y jugó un rato, se aburrió, la comió y se acostó frente a la puerta. Cosas que pasan. Un martes.

jueves, marzo 10, 2011

jueves

A veces me acuerdo de cuando escribía en este blog. Fue hace ya un buen tiempo: todavía no había llegado el verano, aunque había días en que salía el sol y se iban las nubes y el cielo azul parecía un techo pintado por alguien que sabía cómo mover la brocha para no dejar manchas, imperfecciones, huellas; no hacía calor, pero alcanzaba para estar en remera y sacarse las zapatillas y pisar descalzo y enredar pastos verdes entre los dedos blancos de efficient. También, cuando escribía en este blog, había días en los que llovía esa lluvia vertical que toca sobre el techo de zinc canciones tristes, en tono menor, sin estribillo y siempre iguales entre sí. Pero la mayoría de los días pasaban entre nubes grises y resolana blanca: días de ojos entrecerrados y ceño fruncido, días en los que el horizonte de montañas se fundía con el horizonte de polvo y nubes y viento y era mejor quedarse en la casa y cerrar las cortinas y esperar.
Cuando escribía en este blog los días eran cortos aunque de a poco estaban empezando a alargarse cada vez más y ese momento extraño, en el que el día todavía no termina y la noche no empieza, hacía que las cosas se vieran distintas, deformes, pero una vez que prendíamos las luces del jardín lo distinto y lo deforme ya no importaba más porque no lo veíamos y reíamos mientras los mosquitos y las polillas chocaban contra las ventanas.
Cuando escribía en este blog todavía no había pasado el incendio que, con la furia de un verano sin lluvias, arrasó casas y árboles y cruzó la ruta y subió montañas y quemó bosques enteros. El incendio duró dos días y esos dos días fueron suficientes. Entre las casas que quemó el incendio estaba la casa y el restaurante de Nico y todas las cosas que había adentro. Estaba el techo tapizado con lavandas y el piso de cerámicos blancos, estaban los discos que escuchábamos esas noches cuando nos quedábamos solos y prendíamos cigarrillos y probábamos licores. También se quemó la casa de Aye, pero la segunda casa de Aye: la anterior se quemó hace diez años.
Cuando escribía en este blog Juan todavía no había empezado el jardín ni se sabía todos los colores ni cantaba la del mono liso ni tarareaba Carmen.
Cuando escribía en este blog era diciembre y era otro año. Ya es hora de retomar.