jueves, agosto 05, 2010

jueves

La mañana es azul y fría y con sol, Lu se va temprano y nos quedamos con el cachorro sin tener muy en claro qué hacer con las horas que nos quedan por delante. La única consigna es no prender la computadora, al menos hasta el mediodía, y tomar mate -yo-, mamadera -él- y comer vainillas -ambos-. El sol entra en la casa por las ventanas sucias después de tanto invierno y proyecta dibujos raros sobre el piso recién barrido que se mantiene caliente, todavía, gracias al recuerdo de la losa radiante -esplendorosa-, de la noche anterior. En la radio, al locutor se le escapa un uhmm cada dos palabras, un uhmm que, suponemos, en algún momento sirvió para hacer énfasis, para acentuar determinados momentos, determinadas oraciones, para generar determinados climas, y ahora ya fue, el mmm se volvió autónomo, se independizó y se pasea libre y desfachatado a lo largo de todo su relato. Jugamos un rato con el uhmm de fondo: dibujamos una hoja en blanco con un lapiz y una bic, hacemos saltar a Woody por los aires, le ponemos zapatillas a un par de osos aburridos. Unos minutos más tarde, cuando la helada ya cedió un poco y el hielo le empieza a dejar el lugar al barro, salimos, con campera y gorro y el humo que sale de la boca. Caminamos las tres cuadras que nos separan de la dueña de la casa, le pagamos el alquiler, le llenamos el living de migas de vainillas y nos volvemos al sol y al barro. Cerca de casa Juan dice que no y empuja para el otro lado, su mano roja y fría y sucia se suelta de la mía y avanza solo hacia el sur. ¿Querés seguir caminando?, le pregunto. Sí, contesta, acá, mirá, más. Con menos consonantes, pero se entiende lo mismo. Y seguimos caminando, entonces, ahora sin rumbo fijo, acá, mirá, más. Pasamos casas y baldíos, nos ladran perros malos y se acercan perros buenos, un par de autos bajan de velocidad cuando pasan cerca nuestro. Cruzamos unas calles más y nos metemos por una de las picadas de las que atraviesan el aeropuerto, entre retamas verdes y cardos secos y mosquetas rojas. El aeropuerto está vacío. Caminamos por la pista gastada y gris: hay huellas de frenadas, hay botellas rotas, hay plantas que de tanto insistir rompieron el asfalto y ahora crecen como en un jardín soviético. No se escucha nada. Cada tanto algún camión en la ruta o perros o motosierras, pero cada tanto. La mayor parte del tiempo hay silencio. Y caminamos y los vidrios rotos de las botellas arman un caleidoscopio y el sol y el cielo azul y el frío. Acá, mirá, más. Y volvemos.

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