lunes, marzo 17, 2008

lunes

Llegamos a lo de mis abuelos aristócratas, bajamos del auto y nos quedamos hablando frente a la reja. Siempre es igual, llegamos, hablamos, esperamos, como tomando aire antes de entrar, y después sí: timbre, y avanzar esos ocho o nueve metros hasta la puerta de roble en la que ya espera mi abuela con su pelo lacio y blanco y sus ojos de un azul pileta que podrían hipnotizar, si alguien se atreviese a sostenerle la mirada.
Esta vez hace bastante que no la vemos, así que los saludos son afectuosos y casi efusivos. Nosotros somos Padre y hermanos lado A y B y Manu, novia de lado B. Ellos, abuela -es tiempo de que sepan que la llamamos Granny- y abuelo -a él, Granpa-. Hoy no tienen ayuda, la mucama no está, pero igual nos reciben. Y el igual no es azaroso.
Abuelo intercepta a Padre en el hall de entrada y le dice que lo disculpe, pero se va a tener que ir porque se había olvidado que tenía que hacer algo. Padre le pregunta qué es lo que tenés que hacer. Abuelo le responde pará que no me acuerdo, pero lo tengo anotado en un papel. Padre le dice, bueno. Abuelo encuentra el papel en el bolsillo, lo desdobla con cuidado, acodado en su bar de madera lustrada infinitas veces, y dice acá está, era esto: un seminario sobre la falta de memoria. Varios reímos y Abuelo se retira, con su andar que desafía la gravedad de tan inclinado hacia adelante que va, y con su boina y su perfume, que debe ser el mismo que olemos desde que tenemos memoria.
Abuela nos invita a la mesa, que ya está servida para el té. Está relajada, y eso es bueno, porque nos podemos sentar donde nos plazca. Yo elijo una punta de la mesa rectangular, justo frente a los sándwiches de miga, y a menos de veinte centímetros de las tostadas. Tengo que pasar las tazas servidas de té earl grey, sí, pero no es tan grave.
Lo bueno de cuando Abuela está relajada es que los temas de conversación circulan como los autos en la avenida Córdoba a la madrugada, en esas horas cuando la onda verde pareciera poder llevarte hasta Mendoza o Chile, sin que nadie se te interponga en tu camino. Y ella se ríe, y está buena su risa: es contagiosa.
Yo tengo un comportamiento oscilante cuando voy a la casa de mis abuelos. En general, me vuelvo un pelotudo a secas. Mi postura corporal se convierte progresivamente en la de un muñeco de torta enyesado y mi modulación intenta imitar a la de los locutores de radio FM de pueblo. Coloco la servilleta de tela blanca o beige -la que toque- sobre mis muslos, y las manos apenas si tocan la mesa: los codos jamás. Y así. Defiendo mis ideas, eso sí, pero igual trato, con el rango de cancillería que me caracteriza, de transitar por la soleada vereda de las conversaciones intrascendentes antes que asomarme temerario a los caminos poceados de temas algo más intensos, digamos Política, digamos Historia, digamos, Cultura, digamos Sexo, digamos Economía. Temas que, invariablemente, en algún momento de la tarde aparecen y lo único que funciona, a esa altura, es llenar otra vez la copa de vino tinto y asentir, siempre asentir.
Otras veces, como ésta, no hace falta la careta y todos nos dejamos fluir un rato. Se cuentan chistes malos, se apela a la ironía y al cinismo -las armas preferida de Abuela-, a cierta maldad divertida -que tal vez sea lo mismo que el cinismo, no lo sé- , y esas cosas. Además nos comemos el arrollado de dulce de leche, que en esta mesa se llama rolly polly, en honor a Padre, que se llama Pol, que más tarde mientras se ríe nos cuenta que en realidad a él nunca le gustó el arrollado, pero que Abuela siempre se lo hacía o para su santo o para su cumpleaños, y que bueno, le terminó gustando. Y comemos tostadas con pan lactal, que mientras están en la tostadora huelen igual a la primera vez que estuve en esa casa inmensa y alfombrada. Y tomamos té. Mucho té. Y miramos el jardín. Y Padre, que no tiene que hacerse el muñeco de torta, porque nunca lo hizo y ahora sería demasiado tarde, se escabulle silencioso y se va a la pileta del fondo, esa que es tan azul como los ojos de Abuela y se tira, sin toalla, sin apuro.
Abuela se hace la distraída y todo sigue su curso. Un curso absurdo, a veces. Pero un curso que cada tanto está bueno volver a transitar.

domingo, marzo 16, 2008

domingo

Ayer, mientras miraba a Dylan sostenerse en el teclado mientras jadeaba sus canciones, no pude dejar de pensar en No Country for Old Men, la película de los Coen. Su mirada fija en el piso, o en el Oscar que había en el escenario, sus dientes made in Corega -"Con Corega ahora canto Blowin' in the Wind y suena"-, el sombrero de ala ancha, el bigote de mexicano prolijo, el sudor oscurenciéndole las axilas, el pañuelo hinchado en su cuello: un cowboy fuera de lugar, o peor todavía, en el lugar equivocado; en síntesis, un viejo sin país.
Y después empecé a tejer hipótesis, sobre el porqué de Dylan, el porqué de su importancia, el porqué de su papel tan extraño y a contramano, el porqué de su ser fundamental, y muchos otros porqués más. Poco más tarde todo terminó y quedamos tarareando la canción de movistar que sonaba en la pantalla y que ahora no me acuerdo pero que decía algo así como "no es para mí", y también las canciones de Dylan como nos hubiese gustado que sonaran, aunque hayamos entendido el porqué de cómo sonaron. Una sensación parecida tuve en México, pero ahí no lo pude ver: la fila Z es la última, sépanlo.

miércoles, marzo 05, 2008

coirón


*Se llamaba así, como el pasto seco que se peina con el viento de la estepa. Alguna vez fue joven y arisco, o mejor: el más joven y el más arisco. Agarrarlo era una proeza épica y se necesitaban varios de los mejores arrieros. Le decían Houdini, o le podrían haber dicho de esa manera: podía estar encerrado en un rincón del corral, rodeado de cinco personas con los brazos extendidos para parecer más, y sin embargo.

*A mí me tiró más de una vez. Y en otra ocasión tuve que saltar en pleno galope, y caí en un charco. Ibamos Migui y yo, él en Inacayal, yo en Coirón. En silencio, a la velocidad de dos caballos veloces nos miramos y planificamos el salto, había que hacerlo antes de llegar al ripio. Saltamos. Lleno de barro y con la nariz sangrando juré que nunca más iba a volver a cabalgar. La promesa duró menos que el dolor de nariz y el orgullo mancillado.

*Coirón era la base de realidad en nuestro far west a escala. A él le poníamos el freno y la montura y después el rifle de madera y recién ahí nos subíamos, no sin la ayuda de un tronco. Una vez arriba, cabalgábamos hacia el poniente, con la sombra del sombrero de ala ancha oscureciéndonos la mirada.

*Padre lo buscó en El Maitén cuando todavía era un potrillo -Coirón, no él; o los dos, no sé-. Después fueron desde Bariloche a la chacra, en la época del año en que las nieves empiezan a bajar de las alturas. En ese viaje esquió con el caballo, y también conoció al diablo, que habitaba en una cabaña de madera en alguna montaña perdida.

*Era bueno con los chicos y malos con los grandes, como corresponde. Por nosotros se dejaba agarrar, simulaba escapar y más tarde se hacía el atrapado sin salida. Le podíamos poner la montura y el freno casi sin problemas. Era atento con Martín y no le tenía miedo a la silla de ruedas.

*Coirón vivió unos treinta años, mucho para un caballo, y casi todos con nosotros. Coirón murió el primero de marzo, en el cuadro de la avena, lejos de los demás caballos, viejo, cansado, orgulloso. Alguien puso una flor roja sobre su lomo.

lunes, marzo 03, 2008

dos meses

La casa está vacía. La mesa, finalmente ordenada; el piso barrido. La lámpara apunta hacia la pared blanca y llena la habitación de una luz cálida, somnolienta. Por la ventana abierta llegan olores y ruidos que creía haber olvidado. Laurie Anderson canta a lo lejos.
Fueron dos meses de no estar acá. Dos meses no parece mucho comparado con, no sé, el avance o retroceso de un glaciar, o el crecimiento de las tortugas Galápagos. Pero en estos casos es distinto: dos meses es bastante, o al menos es el tiempo suficiente para que pasen muchas cosas.

Algunas cosas que pasaron:
Cosechamos arándanos por las mañanas, mientras los zapatos se nos mojaban con el rocío. Viajamos a Comodoro a vender el arándano que habíamos cosechado. Vimos la estepa y el Atlántico. Murió Agente Cooper, el gato, y lo extrañamos. Nos casamos en una fiesta que duró cinco días y en la que el vino blanco corrió como el Epuyen rumbo al Pacífico, las vacas y los corderos y los pollos se sacrificaron como niños aztecas por nuestro amor, el sol brilló y no por su ausencia, y todo fue felicidad. Algunos levitaron. Hubo días de lluvia en los que vimos Doctor House y bebimos vino sentados alrededor de la chimenea. Hubo días de calor en los que nos tiramos al río y escuchamos música y jugamos al fútbol; incluso hubo días en que la rutina de las vacaciones nos hizo creer que estábamos aburridos. Vinieron amigos de todos lados y la pasamos muy bien con ellos. Cantamos karaoke y estencileamos remeras. Comimos pizzas bajo la tenue luz de las estrellas. Nos sentamos alrededor del fuego, adorándolo, o al menos aprovechando su luz y calor. Desayunamos en la mesa del comedor, con el sol de la mañana iluminándolo todo. Llegó Rospentek, el caballo azulejo y malacara acompañado por su madre, Bonita. Cantamos los Beatles. Buscamos un lugar para hacernos la casa. Comimos shawarma en la feria. Volvimos a Buenos Aires por una noche y lo vi a Mariano y cenamos con primo Martín y Conrado y Mike. Fuimos a México, y primero vimos desde el avión las luces naranjas e infinitas del DF y después caminamos por las calles del Centro histórico, oliendo ese olor que es a cloaca y a comida y a tantas otras cosas. Fuimos al Pacífico y nos metimos en un mar bravo y espumeante como perro rabioso, y también dormimos sobre la arena caliente y leímos. En la selva escuchamos monos y observamos impávidos cómo la vegetación avanzaba sin dar tregua. En el desierto seguimos el recorrido de las estrellas y, antes, el de las sombras largas de los cáctus que parecieran querer escaparse de ese mundo llano y seco. Dormimos en varios hoteles que llevaban el adjetivo Principal como nombre. Y nos quisimos. En San Miguel Allende vimos el eclipse y algo más; en Guanajuato nos perdimos por esas callecitas absurdas. En el DF hablamos con taxistas y recorrimos la interminable red del Metro. Y la comida, por supuesto. Leimos el diario mientras esperábamos el desayuno. Escuchamos radio en una tráfic que desafiaba en cada curva la ley de la fuerza centrífuga -si es que la fuerza centrífuga se rige por alguna ley- y, mejor todavía, le ganaba. Escuchamos a Bob Dylan perder su voz desde la última fila del Auditorio Nacional mientras intentábamos adivinar su atuendo. Volvimos. Tuvimos un poco de jet lag. Fuimos a Chascomús donde con primos y hermanos y mucha otra familia festejamos que hace poco habíamos festejado. Brindamos por el amor y por Martín y aplaudimos a los asadores.

Ahora Laurie se fue y le dejó el lugar a Nick Cave y a su piano. Nick asegura que no cree en un dios intervencionista, pero sabe que vos, cariño, sí. Un mosquito me pica en el brazo y lo dejo actuar tranquilo: no te voy a matar ahora, prefiero rascarme después. Subo el volumen. Recorro la habitación con la mirada. Miro por la ventana. Me rasco. Apreto publicar. Llegamos.