jueves, septiembre 24, 2009

jueves

Primo M se compró una moto con la que surca raudo las calles de Kaohsiung, Taiwan. Usa casco negro y brillante como algunas noches y anteojos de sol que lo igualan en rasgos a sus nuevos compatriotas, aunque sea un poco más alto. Estaciona la moto en un cochera que imagino inmensa y con ruidos de gotas que caen sobre el asfalto gris y manchas de aceite y ruidos a frenadas que suenan a lo lejos. Camina despacio hasta uno de los diez o doce ascensores del edificio donde vive, el Tuntex Sky Tower, el segundo edificio más alto de Taiwan, el que para nosotros, occidentales, tiene forma de tenedor clavado sobre la tierra y para ellos, orientales que usan palillos, tiene la forma del caracter Kao, que significa alto. El primer ascensor lo deja en el piso veinte. Allí camina por un pasillo alfombrado con música funcional taiwanesa y hello kitty y vidrieras de locales que venden cosas hasta llegar al segundo ascensor que lo deja en el piso treintaidos, donde está su departamento. Tiene vista al mar y por la ventana ve llegar los tifones y los monzones y todos esos vientos que llegan del estrecho volando todo a su paso. El departamento es chiquito, me lo dijo una vez por teléfono, pero tiene todas las comodidades imaginadas, aparatitos, botones, cables, luces. Y la vista, como decía, y los vientos y los ascensores más rápidos del mundo y miles de taiwaneses viviendo en esa ciudad vertical. Primo M trabaja de noche, con horarios de occidente, y de día estudia chino y cuando puede duerme y pasea en su moto y tiene enredos amorosos de los que a veces sale airoso y otras veces termina estropeado como esos árboles y esos autos y esos taiwaneses que quedan a merced de los monzones y tifones y otros vientos del estrecho. Va y vuelve, en moto, de noche y de día. Cierra negocios por teléfono, toma cervezas en bares extraños con extranjeros putañeros, escribe mails, chatea, actualiza su perfil de Facebook, aprende chino: todos los días va a clase y su maestra lo quiere y lo anima a seguir o al menos eso es lo que entiende. Viaja por paises vecinos y visita amigos: por todas partes del mundo tiene amigos y algunos de ellos nos visitaron en la chacra algún verano. Subina de Nepal, Mike de Canadá, Muran de Corea, así.
Primo M se compró una moto y maneja temerario por las callecitas de Kaohsiung, Taiwan. Esquiva bicicletas y autos y camiones y otras motos. Acelera en las rectas y frena en las curvas. Usa anteojos de sol hasta de noche para evitar el polvo y el viento que lo hacen lagrimear. Si hubiese una cámara que lo pudiera filmar de frente veríamos en los vidrios espejados de los anteojos las luces de las avenidas, las palmeras dobladas por la velocidad y el viento, los autos que van y los autos que vienen, los semáforos que cambian de color y la rueda delantera que muerde la banquina y la moto que se tambalea y las manos que se agarran firmes del manubrio y los ojos que se cierran y el asfalto que se acerca cada vez más, una línea blanca, espacio, otra línea blanca, espacio y el casco que golpea contra el piso negro y alguna chispa por el roce. Y si hubiese sonido escucharíamos todos esos ruidos a metales retorcidos y a motores acelerados, esos ruidos que aturden porque terminan y enseguida todo es silencio y empiezan, de a poco, a aparecer los otros ruidos: perros, autos, pasos sobre la vereda de taiwaneses que se acercan a preguntarle a este señor de la moto que hasta que no se saca los anteojos parece un coterraneo pero un poco más alto que la media si está bien, y sí, estoy bien, dice o cree decir en chino y después lo repite en inglés y en francés y en castellano, para asegurarse de que está bien en un idioma que entienda.

miércoles, septiembre 23, 2009

miércoles

Somos varios sentados en las banquetas de un bar que parece estar en un hotel que parece estar en un shopping, el piso es alfombrado y la barra es de madera de roble barnizado y lustroso. Los más grandes: mi abuelo y yo. Mi abuelo está por cumplir ochenta años y entonces nos invita al hotel, o al menos eso pienso ahora, que busco un motivo. Todos piden jugo de naranja exprimido que viene en un vaso largo con sorbete y paraguas. Mi abuelo pide un trago que se llama Peckinpah. Como Sam, le digo a la barwoman de pelo negro y ojos brillantes. ¿Qué?, responde y pregunta, sorda por el hielo de la coctelera. Como Sam Peckinpah, Perros de Paja, le digo. Sin mirarme asiente: quiere detener esta conversación lo más rápido posible. Entonces vos querés otro Peckinpah, dice después de servir el trago de mi abuelo en una copa de martini. No, no, yo quiero un whisky, un Johnny Walker. ¿Mezquino o generoso? pregunta. No entiendo nada: quiero un whisky en un vaso con un hielo, quiero que me mires mientras me lo preguntás, quiero estar cómodo, quiero estar descalzo, con mis pies sintiendo la alfombra entre los dedos.
Mientras lo sirve, mezquino, generoso, da lo mismo, salgo a dar una vuelta por ese lugar. En donde debería haber una escalera hay una disquería, con un potus en la entrada. Los discos están sobre el piso en columnas de medio metro de altura. Miro las tapas y no reconozco ninguna. Hay una puerta que da a una habitación en la que hay tres gringos. Les pregunto si alguien sabe algo del vendedor de discos. No entienden de qué les hablo y en un idioma extraño me piden que por favor salga del cuarto. Vuelvo a la disquería. Estoy un rato y decido salir. Había planeado robarme algunos discos: también hay remeras y posters pero no me interesan. Salgo con las manos vacías y con sed.
Vuelvo al bar. Hay olor a perfume y todos ríen. Mi abuelo me dice: sabías que el Peckinpah lleva Chanel Nº 6. No, le respondo, no sabía que un trago se hacía con perfume y tampoco sabía que hay un Chanel Nº 6, pensé que todo empezaba y terminaba con el Nº 5. Mi abuelo se ríe y toma un sorbo y mientras se limpia los labios con la manga de la camisa me dice: todo lo que te falta saber todavía.

lunes, septiembre 14, 2009

lunes

Hace ya varios días que las condiciones para escribir están dadas. Llovió mucho y después salió el sol, por ejemplo. Llovió tanto que los ríos crecieron y el ruido de las gotas sobre las chapas se incorporó al repertorio de ruidos usuales, como el camión que junta la basura los martes y jueves y sábados por la mañana, o al reggaeton lejano del vecino, o la heladera, que parece despertarse sobresaltada de repente y enseguida vuelve al silencio o al menos a un ronquido constante y por eso inaudible. Después paró de llover, como siempre para. Y cuando para, que no es un momento definido sino una progresión de momentos -las gotas más espaciadas: otros ruidos, otros olores, otros colores- siempre queda flotando la sensación de qué sucedería si nunca más parara: si esto que duró siete días con sus noches siguiera así para siempre, y los charcos de la calle se hicieran arroyos, y los arroyos ríos y los ríos lagos y los lagos mares y así, que ya se entiende la idea. Porque, más allá del refrán que anuncia, empírista, que va a parar de llover porque siempre paró, al octavo día de lluvia ininterrumpida repiquetea en las cabezas de varios esa duda: ¿y si fuera ésta la primera vez que siguió?
Pero paró, ya lo adelanté. Y salió el sol y pareció, más allá de algunos charcos que reflejaban nubes, que nunca había llovido ni nunca había parado, que siempre había estado allá arriba el sol amarillo y los días celestes y fríos, y esos charcos andá a saber cómo aparecieron.
En alguno de esos días de sol Lu, Viole y Juan fueron al laberinto. Las ovejas los miraron pasar y apenas si levantaron sus cabezas del pasto. Los teros, no. Los teros gritaron, volaron, gritaron otra vez. Los pinos reflejaron gotas de agua en la punta de las pinochas, gotas de aguas como prismas, como cuarzos, gotas de agua como miles de arcoiris en las miles de las ramas de los miles de los pinos.
Cruzaron el foso y se adentraron en el laberinto. Sacaron fotos, sintieron frío en los cachetes, conversaron, pensaron cosas que yo no podría precisar. En alguna esquina Juan perdió una zapatilla. Volvieron a casa y en el camino compraron helado.
Después volvió la lluvia, porque el refrán hasta ahora también funcionó siempre a la inversa: siempre que paró llovió. Y nos olvidamos para siempre que los árboles estaban en flor y que las cumbres de los cerros estaban nevadas y que había ovejas que saludaban displicentes y teros que hacían un despliegue innecesario y brotes en las ramas y cuarzos en las puntas de las pinochas de los pinos. Y pensamos en la lluvia y en las películas que se ven cuando llueve, y en la música y en el pan de la máquina de hacer pan y en la radio y en el mate, y también volvimos a pensar, pero esto no lo dijo nadie, en la posibilidad de que nunca más parara de llover.
Poco después, paró.