viernes, mayo 28, 2010

viernes

El año pasado escribí un diario que duró menos de veinte días, que es poco, pero también es mucho. La primera entrada fue un viernes de fines de mayo. Me parece que voy a empezar otro: al menos para no olvidarme de días como hoy, días tan olvidables.


Viernes 22
Sigue la lluvia. Las calles de ripio están llenas de charcos marrones, el cielo está gris oscuro y quedan pocas hojas en los árboles. En el fondo hay un charco de agua verde, hace algunas horas era apenas pasto mojado. Dicen que en las afueras y cerca del río ya están preocupados y armando bolsas de arpilleras rellenas de arena. Dicen. En realidad dice, y el que dice es la radio. Radio de pueblo, con efectos de sonido y la voz que queda repitiéndose en un eco al infinito.

***

Los perros están en celo y ladran y corren y se muerden. Están mojados y huelen peor que un perro mojado. La perra de la puerta es simple espectadora, no entra en el juego de ladrar y correr y morder: se queda en la puerta, y está seca, sí; seca y nada más.

***

Sigue la lluvia. Arriba, en las montañas también llueve. Hace algunos días nevó, pero ahora se ven las piedras negras y mojadas y apenas algunas manchas blancas de nieve. El negro de las piedras negras contrasta contra el gris de las nubes grises y parecen más negras de lo que son, o el cielo menos gris de lo que está.

***

Anoche fue la primera noche en la casa del pueblo. En la cama, acostados mirando el techo de maderas oscuras escuchamos pasar autos pisando charcos y perros y caminantes y en el otro cuarto la respiración tranquila de Juan.

***

Podría adivinar los autos que pasan por la calle por el ruido que hacen: por el caño de escape, por el tren delantero suelto, por problemas con los amortiguadores, por el diferencial roto, por cómo vibran sus ruedas, sería un juego divertido. Acaba de pasar una f-100, esa es infalible. Y un citroen 3cv.

***

Juan crece. Juan ríe. Juan aprende. Todo el día. Ahora hace ruidos extraños: saca la lengua y grita un grito agudo y se ríe y nos hace reir. Todo el día, nos hace reir. Pasamos el día mirándolo, y la pasamos bien.

***

Hace algunos días estábamos en la ruta, avanzando a cien kilómetros por hora en la partner gris cargada hasta la manija. El viaje fue en escalas y sin contratiempos ni estereo. La ruta como metáfora de la vida. El pasado deformado por el espejo retrovisor, el futuro como un espejismo de agua en el asfalto ardiente, el presente inasible, ya es pasado, todavía es futuro: es apenas una línea blanca que acá está y acaba de pasar acompañando a una línea amarilla que sigue hasta después de la curva. Metáfora chota, pero en algo hay que pensar mientras pasan las líneas blancas y las amarillas, mientras pasan los kilómetros y los paisajes, mientras se acaban algunas ciudades, empiezan otras y después ya no hay más nada.

sábado, mayo 01, 2010

sábado

Ya me despedí de todos los que están en la casa. Son varios y deambulan buscando un lugar cómodo y una ocupación que distienda: algunos están frente a la tele, otro en la computadora, uno hace crucigramas en la mesa. Afuera, en el jardín, y recién lo veo cuando estoy por abrir la puerta para volver a mi casa, está mi abuelo. Está sentado en una reposera de colores, bajo la sombra del fresno. Calfú, el perro oso, está sentado a su lado, con la cabeza entre sus piernas de elefante viejo y cansado. Lo acaricia despacio, en automático: su mano de carpintero con el meñique torcido y rígido sube y baja por el pelo negro del perro. Con la mano en el picaporte, lo miro un rato que en realidad es un segundo, o menos, y vuelvo, atravieso la casa y salgo por el jardín de adelante para despedirme de él. Cuando estoy cerca noto el movimiento imperceptible, como un temblor, que sacude desde su barba blanca, hasta la punta de sus zapatos de cuero. Está llorando. Y nunca imaginé que alguna vez lo vería llorar. Hace calor, el calor que hace siempre en momentos como éste. Lo abrazo de una manera incómoda: él está sentado y yo al lado, agachado. Intento consolarlo: le digo que hay que ser fuerte, que lo que importa es que sufra lo menos posible, y otras oraciones por el estilo, inútiles, que a medida que las digo se vuelven más inútiles, más vacías, más nada.
*
El sudor de las manos, el polvo de la calle, un auto que pasa, las lágrimas de un abuelo indestructible que bajan por su cara lentas como un glaciar.
*
Mi abuela todavía está en el hospital. Faltan algunas horas para que la veamos morir en la cama blanca -blanco también el pelo, blanca la piel, blanco el día de sol blanco que encandila-, sus hijos, sus nietos, su familia, su work in progress absoluto. Queda tiempo para subirme al renó nueve y manejar hasta el supermercado, comprar unos vinos y un queso, volver y regar las plantas de la casa sola sin hijo ni mujer; queda tiempo para pensar que esto, esta sensación de fragilidad e incertidumbre, puede mantenerse así por días, semanas, meses; queda tiempo para regar el jardín al atardecer, con el cielo rojo, el calor del sol todavía en la tierra, en la cabeza, en el aire; el frío del agua en el dedo pulgar y cada tanto una catarata de agua, un arcoiris, miles de gotas en la cara; queda tiempo para ir al otro día a buscar con hermano Marcos a hermano Fermín al aeropuerto de Bariloche, con un compilado de música ad-hoc, con Wilco y Nick Cave y Cohen y los Wilburys viajeros. Queda tiempo de mirar aterrizar el avión y ver a aparecer por la escalera mecánica, primero los pelos, después la cara y después la longitud entera, que finaliza en unas zapatillas de bowling de Fermín que se ríe. Queda tiempo de viajar como tres hermanos que se reencuentran y viajan por la ruta y, si fuera una película, por un gesto, por algo, uno se podría dar cuenta de que algo va mal, más allá de la alegría del reencuentro, más allá del día y el sol y el cielo azul y los lagos, más allá de la magnífica banda de sonido. Hermano Fermín pregunta cómo está todo y le decimos lo mismo que le decíamos por teléfono antes de que se subiera al avión, un par de horas antes; que está todo igual, que no se sabe, que todo es pura incertidumbre. Y como todo sigue igual, tenemos tiempo de reirnos y hacer chistes y también comentar algunas cosas que pasaron: el terremoto, la ida a la laguna, los pájaros que se comieron toda la cosecha de arándanos, mi momentánea soledad.
*
Queda tiempo hasta que no queda más.
*
En el hospital nos saludamos todos y preguntamos cómo sigue todo. Entramos a la habitación los tres hermanos que quedamos y miramos a la cama. Ahí está mi abuela y sentado al lado de ella mi abuelo que ahora le acaricia el pelo blanco. Cuando deja de acariciar mi abuela grita de dolor. Sigue acariciando. Le ponen más morfina. Entran más personas al cuarto. Mi abuela suspira. Mi abuela muere. Hay uno o dos segundos de silencio, de alivio, y después otra vez el dolor, ahora nuestro dolor.
*
Eso fue hace dos meses. A veces parece más tiempo, a veces parece menos. Es difícil de medir. Mi abuelo pinta con sus acuarelas paisajes abiertos: pastizales infinitos y al fondo, en el horizonte, un línea verde de árboles, eucaliptus, ombúes, no se sabe. Pinta montañas y árboles. Pinta su jardín y las manzanas rojas que hay en su jardín. Pinta a Calfú y las dos o tres bandurrias que comen gusanos en el pasto que Bea corta una vez por semana. Los visitamos seguido, o lo más seguido que podemos. Juan corre por el pasto y le hace frente al perro oso que corre desquiciado. Comemos manzanas y torta fritas con mate, miramos los partidos del rojo, charlamos. Mi abuelo habla de su infancia y del Bariloche que caminaron y conocieron con mi abuela, habla de chilenos y rusos y polacos y de un italiano que pintaba. Habla de su papá, de su mamá, de los aviones que volaba, de su hermano: historias que me gustaría recordar como se recuerda un buen libro.