viernes, octubre 04, 2013

viernes

Las gallinas que caminan por el jardín son trece o quince y son todas de distinto color. Hay gallos, también: tres o dos. Uno rojo, al que le decimos Gallo McQueen, y uno blanco con pintas negras en la punta de sus plumas que atraviesa el parque agachado, a toda velocidad y se sube arriba de las gallinas y Juan ríe y dice la está haciendo mierda.
Cuando pasa eso trato de acordarme de cómo era que se reproducían las gallinas, pero lo único que me acuerdo es que se decía que el gallo las pisa y eso en la escuela secundaria quería decir muchas cosas.
Sembramos pasto hace algunas semanas y ahí entendimos que era un problema que las trece o quince gallinas y los dos o tres gallos de los vecinos caminaran por ahí.
Las semillas de pasto, y también la tierra revuelta y también los gritos, los cloqueos y los cantos y el picoteo incansable y preciso en busca de gusanos ahí abajo.
Imaginé comprar una gomera y apuntar desde la reposera del deck con unas latas de cerveza a mis pies. Las piedras desparramadas por el jardín hicieron que desistiera. En mis sueños llegó, como a veces pasa, la iluminación. En lugar de piedras le tiraría a las gallinas con hielos. En el sueño vaciaba el freezer y empezaba a fabricar hielo. Las tres cubeteras trabajando full time y una bolsa de supermercado que crecía día tras día. El hielo no solo desaparecería del pasto, sino que lo regaría. La evidencia invisible.
Cuando desperté me pareció que era tan brillante que me deprimió un poco. Después lo anoté para no olvidarme.

 ***
Todavía no compré la gomera.
Las gallinas siguen caminando por ahí.
La gata las mira y se limpia.
Juan corre y grita y sacude los brazos para echarlas del jardín.
Las gallinas se van. Y enseguida vuelven.
La vecina recorre los límites de nuestro terreno y levanta los huevos: sus huevos. A veces se acerca tanto que pareciera que está en la cocina y nosotros la miramos desde el living.
Camina con un palo que usa para mover las mosquetas y las murras y encontrar los nidos. Usa una vincha y acomoda los huevos en su buzo. Al principio la saludábamos. Ahora ya no.

 ***
En la escuela matamos gallinas y también chanchos, pero le decíamos cerdos. Cerdos I era el nombre de la materia, al menos es lo que decimos ahora para que las chicas digan no te la puedo creer.
Antes de la escuela hay un evento confuso que ya no sé si forma parte de los recuerdos o de la imaginación. Involucra a un par de primos, una tía, un palo, una zanja, una gallina, calor, polvo, plumas, retos.
Algún día debería reconstruirlo.

martes, septiembre 10, 2013

martes

Otra vez hace un tiempo estuvimos aislados como ahora. El camino todavía era de tierra y para hacer los ciento treinta kilómetros tardábamos tres horas o más. El asfalto se acababa a los pocos kilómetros de El Bolsón, cerca de un lugar que vendía truchas, y volvía a empezar justo sobre el lago Guillelmo, ahí donde el camino se vuelve más oscuro, más denso: con lagos profundos y bosques de coihues negros de tan verdes. En cada viaje jugábamos a que la camioneta era un avión que despegaba cuando empezaba el ripio y que aterrizaba cuando llegaba el asfalto. Apretábamos los botones de la calefacción y del equipo de música, movíamos las perillas que activaban las balizas, el cebador, las luces, el limpiaparabrisas; sentíamos la emoción del despegue y el vértigo de las turbulencias. Después, tres horas en el aire-ripio, con curvas cerradas, Cañadón de la mosca, Pampa del toro, obrador, puentes de los aplausos, sanguchito en Tacuifí, algún vómito en el Mascardi. En uno de esos viajes llegamos hasta el lago Guillelmo y ahí mismo nos enteramos de que la ruta estaba cortada. Un arroyo se había vuelto río y ahora la ruta era un depósito de troncos y piedras y tierra. Ibamos Migui, Pol, Bicho y yo y teníamos un libro de Poe. Charlamos de algo un rato y después decidimos leer en voz alta El escarabajo de oro. Cuando lo terminamos había empezado a oscurecer. Alguien debía estar trabajando para despejar la ruta, suponíamos. Ahora no me acuerdo si volvimos al Bolsón o si en algún momento se volvió a abrir la ruta. Me acuerdo nomás de la camioneta, de bajar y dar vueltas y escuchar la furia del río desbordado, del libro de tapa roja y hojas finitas con casi todo Poe ahí adentro, de las ventanas empañadas y del ruido de la lluvia contra la chapa blanca de la camioneta.

jueves, agosto 01, 2013

jueves

Cada vez que entro a una farmacia me peso. Si estoy muy abrigado me saco la campera y el buzo o lo que sea que tenga puesto, los dejo en el mostrador y me acomodo frente a los números rojos que avanzan como una ruleta digital. Si es verano o un día como hoy, primaveral y con ese calor que desaparece cuando sopla el viento, de piso embarrado y pájaros que cantan, es todo más rápido, y el número de la balanza un poco más certero.
Me impresiona cómo cambia el peso cada vez que subo a la balanza. A veces setenta y cinco kilos, otras veces ochenta y cuatro, otras veces ochenta clavados. No depende de la ropa. Es algo estructural, como si fuese más liviano o más pesado según el día, según el estado de ánimo, según la hora o la estación del año.
Cuando salgo de la farmacia, ya con el actrón, las pastillas de propóleo, el tafirol -o lo que sea que haya comprado- y mi peso actualizado, me acuerdo de la mamá de T. que siempre que nos veíamos me decía, después de saludar: "estás más gordo". Así, sin signos de pregunta ni de exclamación, sin curiosidad ni sentencia, como si dijera "qué frío que hace", o "va a llover". Las primeras veces que me lo dijo me debo haber ofendido o no supe qué responderle o le dije algo a la defensiva, ya no me acuerdo. Pero sí me acuerdo que con el tiempo me acostumbré y las respuestas variaron y a lo último directamente ya no le decía más nada.

miércoles, julio 31, 2013

miércoles

Es miércoles y los miércoles a esta hora estoy en un colectivo por llegar a Bariloche, no sentado en el cuarto que llamamos estudio pero que es una habitación pequeña con un escritorio, la computadora y tres ventanas. La ventana grande está en el medio y da hacia el sur. Bosque de pinos, la franja del jardín que fue arrasada para hacer el lecho drenante y la casa abandonada del vecino, que de día es una construcción despintada, con postigos en las ventanas y pájaros que caminan por el techo, y de noche es lo mismo, pero sin pájaros y con una luz blanca de bajo consumo que ilumina y oscurece todo al mismo tiempo.
Es miércoles, decía, y ahora una neblina fuerte cubre todo el paisaje. El pájaro gris que se para en el cable está ahí, en el cable: balancea su cuerpo de tal manera que cuando el cable se mueve, de arriba hacia abajo -por el viento, porque los cables se mueven- él parece quieto. Mira para los costados y después se va volando. Al rato vuelve. Es una diuca, gris y de ojos rojos. La misma que se para en el espejo del auto y se pelea con su reflejo y después deja caguitos sobre el gris de la pintura.
En la casa hay muchos pájaros. Hay colibríes verdes naranjas brillantes fluorescentes, hay tordos negros, hay zorzales, bandurrias y teros. Hay unos pájaros chiquitos que algunos llaman ratoneras que cantan lindo colgados de las ramas sin hojas de los abedules. También están las palomas araucanas que pueblan el ciprés seco, primero una, después otra, después otra más, hasta ocupar todas las ramas. Después ladra un perro o aparece un chimango y se van todas volando al mismo tiempo, con un ruido tacatacataca de batir de cientos de alas.
Están, además, las gallinas de los vecinos de enfrente: son muchas, grises, blancas, negras, rojas. Caminan por nuestro terreno picoteando el pasto, armando montículos, poniendo huevos. Cada tanto vemos pasar a la vecina caminando con un palo como bastón, busca huevos abajo de las matas de murra, de las mosquetas, de los pastos, tira humo por la boca, pisa charcos. Junto con las gallinas está el gallo rojo, que con Juan llamamos el Gayo McQueen y otros gallitos que le disputan el reinado y las gallinas. Corretean, se pelean, pero por lo demás están tranquilos por ahí.
En la casa hay, también, muchos grillos. Miles. Y de todos los tamaños, o al menos de los tamaños que pueden alcanzar los grillos. Hasta la otra noche no los habíamos escuchado. Estábamos esperando que cargara Seinfeld, con el cuarto iluminado por la pantalla de la computadora, con los ronquidos de los dos hijos, con las estrellas afuera y el cielo negro y de repente el cricrí claro, perfecto, de un grillo escondido andá a saber en qué rincón de la casa. Al rato dejó de ser tan pintoresco.
También hay liebres y perros del vecino, pero no todo es tan Discovery Channel. Además hay días como hoy, en los que cuesta unir letras y formar una palabra y unir palabras y formar una oración y unir oraciones y formar un párrafo y etcétera.

martes, julio 30, 2013

martes

A la tarde nos quedamos solos y Juan se aprende la canción de la hinchada de Independiente que dice: "Rojo, mi buen amigo, esta campaña volveremos a estar contigo, te alentaremos, de corazón, esta es la hinchada que te quiere ver campeón; no me importa lo que digan, lo que digan los demás, yo te sigo a todas partes, cada vez te quiero más". No nos damos cuentan y pasan dos horas y afuera se hace de noche. Manu cada tanto nos mira desde el piso. Tiene las piernas como en una postura de yoga y se ríe. Agarra el chupete y lo golpea contra la mesa ratona. Una vez, dos veces, tres. Hace como que se para, se vuelve a sentar, golpea el chupete. Nosotros seguimos con la canción mientras en la tele está el noticiero sin volumen. "La parte que más me gusta es la que dice: 'yo te sigo a todas partes, cada vez te quiero más'", canta Juan y vuelve a empezar.
Cocino una tarta de zapallitos con zanahoria. Manu explora el piso. Juan sigue cantando en el sofá: tiene medio disfraz del hombre araña puesto y por abajo del buzo asoma el guardapolvo del jardín. Dice que le duele la panza pero igual se come un chupetín que quedó en una bolsita de un cumpleaños.
A las tres de la mañana Juan se despierta gritando que tiene miedo. Llora y patalea y está parado en el medio de su cuarto. A Lu le cuesta un rato acostarlo, calmarlo. Le toca la frente, me pide el termómetro. Manu se despabila y se ríe: le veo los cachetes que cambian de posición en su cara. Más arriba, más abajo, y una respiración que es una risa relajada. Juan tiene fiebre y ahora grita que tiene miedo del remedio. Tarda en dormirse y cuando Lu vuelve yo me llevo la almohada y me tiro en la cama que sale de abajo de la de Juan. Duermo y me despierto. Cada tanto Juan suspira o llora o se agita y yo le doy la mano y se vuelve a dormir. No puedo sacarme la idea de la cabeza de que fue la canción del rojo la que le hizo mal.

jueves, junio 13, 2013

jueves

En una fuente llena de animales muertos y plantas acuáticas en un castillo abandonado, ahí en el fondo, con barro y sedimento cubriendo el estuche, encuentro nuestra cámara de fotos. La cámara que teníamos hasta recién en nuestras manos. Le digo a Lu: ¿qué hace nuestra cámara ahí? Y meto la mano, entre zorrinos y serpientes estáticas, hinchadas, y llego hasta la cámara. La abro y es la nuestra. Miro las fotos y se las muestro a Lu: ¿cuándo pasó esto? ¿por qué tenemos cara de asustados?
Pasa un rato hasta que nos damos cuenta de que las fotos son de situaciones que todavía no sucedieron. Y que falta poco para que lo hagan.

Antes, sueño con una ciudad de Buenos Aires arruinada, y una función de ópera al aire libre que hacía más tangible la decadencia. Están Macri y Edgardo Mocca. Hay una parte de la ciudad con la que sueño siempre, que tiene como un túnel subfluvial y varios edificios altos, separados entre sí por un patio de cemento que se parecen a unos edificios que fui una vez, en el que vivía una compañera de la facultad, en avenida La Plata y algo, por allá lejos. Hay autos de carreras y semáforos y una banda de dieciseis músicos que tocan una música extraña, aunque yo sólo tengo ojos para la señora que toca el xilofón.

miércoles, junio 12, 2013

miércoles

F. dice que debería escribir sobre mis viajes de trabajo. Sobre los amaneceres y atardeceres en la ruta. Sobre las cosas que hablamos y sobre esos silencios que envuelven las cosas que hablamos. Sobre caminar en las calles de viento de Bariloche y en las calles de resolana de Esquel. Sobre los encuentros con esos otros tan distintos, en lugares tan alejados, con los que hablamos de cosas que olvidamos apenas se abre la puerta y entra el aire y sale el humo de la salamandra; salen nuestras voces y rebotan contra el bosque y los ñires y entran los mugidos de algunas vacas, el olor a bosta, el crepitar de las hojas con la helada.
Sobre el camino mismo: el asfalto azul oscuro y las líneas, que para el sur son blancas e intermitentes y para el norte amarillas, contínuas y van de a dos. Y con esa información alguien podría inferir el resto de las cosas, como que para el sur todo es estepa y líneas rectas y colores ocre, marrón, gris y para el norte es curvas y montañas y verdes y azules.
Sobre el cambio de los colores, dice F. que debería escribir. Sobre los tapices en las montañas que están al este, esas que tienen nombre pero los olvidamos y apenas si recordamos esos nombres que les inventamos hace ya tantos años en un viaje en la camioneta blanca cuando el camino era de ripio. Tapices naranja-amarillo-verde-rojo, todo mezclado, como en un sueter peruano y arriba del todo las piedras nevadas o las piedras llovidas, que son piedras negras, oscuras, como fortalezas abandonadas.
Sobre los lagos, que se manejan con patrones estables, el primero siempre espejado, el segundo verde e inquieto y el tercero gris y furioso. Y el cuarto, que en realidad es el Nahuel Huapi, pero que no cuenta porque está ahí y lo damos por hecho, aunque a veces lo miremos distraídos desde la oficina del séptimo piso y veamos los rayos del sol que aparecen y desaparecen sobre su superficie como una bola disco que alguien dejó prendida y después se fue.
Sobre esas pequeñas distracciones que hacen soportable un viaje, como calcular los kilómetros que se acumulan en el tablero del auto y compararlos con la hora e intentar calcular cuánto avanzamos en cuánto tiempo y saber que si acelero un poco más puede que llegue para tomar un mate, o para pedir comida, o para ver a Juan y a Manu que se ríe apenas abro la puerta y sacude sus brazos y las piernas y está contento, aunque no emita ni un sonido.
Sobre los viajes en colectivo y esas pautas que se hacen visibles con la repetición, con la insistencia: el chofer de las ocho, el de las nueve cuarenta, el de las diecisiete. El que se sube en Onelli y se baja en el Gutiérrez, las maestras de la escuela de Los Repollos, los que van al hospital o a hacer trámites y viajan con vos de ida y de vuelta y si bien nos reconocemos no nos decimos nada ni hacemos ni un gesto, pero están ahí.
Sobre los kilómetros, esa franja que va desde el 1740 al 2020 y que la recorremos para arriba y para abajo como si viajáramos en el tiempo, para atrás y para adelante, ida y vuelta, desde la Revolución Industrial hasta el fin del mundo. Marcando hitos: nacimientos, muertes, guerras, descubrimientos, mundiales de fútbol, discos. Y al lado del cartel del kilómetro-año una retama o una piedra o una oveja a la que no le interesa nada la referencia histórica ni la kilométrica.
O sobre la vez que volvía en el auto gris y vi venir, en sentido contrario, a Madre y Padre que hablaban o cantaban o hacían gestos en la cabina de la camioneta y no me vieron pasar, y la sensación de haberlos tenido por un segundo o un poco menos, a dos, tres metros de distancia, al alcance de un brazo estirado, pero rodeados de velocidad y fierros y viento y ruido de motores y después, menos de un segundo después, ya todo había pasado.
Algún día, le digo a F., voy a escribir sobre todo esto. Tengo que encontrar el momento.