viernes, julio 29, 2011

viernes

Hay tardes frías y grises en las que me dan ganas de escribir algo sobre un chico que llega a un pueblo perdido en la cordillera. Tiene unos veinte años, está terminando la década del 70. El chico, llamémoslo N, es de una familia con plata, aristocrática, y tuvo, al menos hasta el momento de su partida, buena educación, viajó, es más o menos lindo, con rasgos que dan bien el physique du rol hippie: pelo rubio, ojos celeste. Se nota que es ambicioso y no se sabe si escapa de algo o si busca alguna cosa. A N le cuesta, pero pronto se adapta a la vida en el campo. Tiene una vaca, gallinas, ovejas y una camioneta chevrolet amarilla que llegó nueva. Tira árboles para hacer leña y madera y cada tanto, cuando el invierno es duro o la lluvia no para, se toma un ómnibus de regreso hasta San Isidro a visitar a su familia. En esos viajes aprovecha para bañarse, comer bien, mirar televisión y reencontrarse con sus chicas, que por hippie o huraño lo ven más apetecible que antes de su partida. Así transcurre la vida de N. De a poco, en su cuerpo, comienzan a aparecer las marcas de su vida asceta. Arrugas, uñas partidas, canas: los ojos se enrojecen por tanto humo y se achinan por tanto gris. Conoce a una paisana que vive cerca de su chacra y la embaraza sin querer -y sin quererla-. Tiene tres hijos y todos son rubios como él y hoscos como ella. N algunas noches toma ginebra y se imagina la vida que pudo haber tenido de no haberse ido. Sabe que es idiota pensar eso y entonces toma más y se enoja: con la vida, con él, con su mujer, con sus hijos. A veces ensilla un caballo y se va por una semana o más. Siempre va a los mismos lugares: un lago, un refugio. Tiene algunos amigos por allá. A veces esas visitas empiezan o terminan mal, con cuchillos, sangre, dolor y después ginebra y olvido. Después vuelve y en su casa lo espera su mujer con sus ojos que no lo miran y su pelo negro y sus silencios, y sus hijos, rubios y también callados. Un día N le da un consejo a alguien y se da cuenta de que es bueno dando consejos, o que al menos podría serlo. (A pesar de todo, de la ginebra, del silencio, del odio, sabe que puede llegar a ser bueno en lo que se proponga y confía en su educación y en su apellido). Camina y sale de su chacra y sube una loma y mira desde allí a su pueblo desde y trata de entender la lógica. Mira las calles de ripio y las pocas oficinas y los negocios y la municipalidad y se ríe solo y se dice claro, cómo no lo pensé antes. Vuelve a la chacra y en un cuaderno empieza a hacer algunas anotaciones. Escribe, con dedos torpes y duros y un lápiz sin mucha punta las palabras municipalidad, provincia, actores; hace números, cálculos. Hace dibujos de casas y flechas que apuntan para uno y otro lado. Y más palabras: consejero, Maquiavelo, monje, negro; busca libros en un galpón y los encuentra apilados, todavía, en las cajas en las que vinieron desde Buenos Aires hace ya muchos años. Vuelve al cuaderno y dibuja, cuidadoso, el signo de la plata, del dinero, de los pesos, esa S mayúscula atravesada por uno o dos líneas verticales. Toma un trago de ginebra que sirvió en una taza. Sus hijos ya crecieron y dos van a la escuela y el otro acompaña a su mamá. Está solo en su casa y los fuegos se están apagando. Mira por la ventana la helada que está por caer. Está contento. Acaba de encontrar la manera de reinventarse.

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