martes, julio 22, 2008

martes

El caballo llegó en un camión desde Buenos Aires. El remitente era Julián Weich y lo recibió todo el pueblo, sorprendido y medio. Hubo cámaras e iluminación artificial, aparición en los medios y quince minutos de fama del afortunado adjudicatario, de quien ahora no recuerdo el nombre.
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Cuando las luces y las cámaras se apagaron, cuando el reloj marcó el minuto dieciséis, cuando la sorpresa se evaporó como los charcos de la primavera, ahí, en ese momento, un vecino silencioso y hambriento enlazó al jamelgo en la oscuridad y lo hizo trotar entre las mosquetas y los sauces; subió montañas y vadeó arroyos, y llegó al galpón, que más que galpón era rancho y ató el lazo de cuero de vaca al ciprés que oficiaba de palenque.
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Descansó unos minutos, las paredes humo y grasa, los pisos de tierra dura. El cuchillo, largo, deformado de tantas afiladas, estaba sobre un cajón de madera que hacía de banco y de despensa. Se acercó por la izquierda, como corresponde, y le palmeó los hombros. El caballo -pura sangre, pura carne, puro cuero-, asintió con la cabeza.
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El golpe fue perfecto. Ni un relincho: las piernas se doblan, el cuerpo cae despacio hacia un costado -el derecho, como corresponde-, la lengua se escapa de la boca, la respiración se hace más lenta, torpe. La sangre mancha el pasto y humedece la tierra.
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Lo colgó de los cuartos traseros del ciprés ex palenque, ahora gancho de matadero. Lo cuereó, lo trozó, lo saló.
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Lo asó. Lo comió. Lo guardó.
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Cuando lo descubrieron, volvieron las cámaras y las luces artificiales, los medios y los periodistas. Hubo preguntas e indignación, tan lindo que era el caballo, tan puro, tan bueno. Tan venido de Buenos Aires. Tan mandado por Julián Weich.
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El vecino silencioso alegó hambre. Doce años después nadie se acuerda de nada.

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