Con Migui, el primo, cuando hacía mucho frío y las ventanas de olleros estaban empañadas y ni el horno ni la salamandra ni el radiador hacían más amigable el ambiente solíamos decir: si llueve, nieva. También lo decíamos cuando salíamos a la calle, rumbo al supermercado, o cada uno a su respectiva facultad, o simplemente a dar una vuelta por el barrio. Si llueve, nieva, decíamos. Nada más. No decíamos: "pero qué fresquete", o "qué tornillo", o "qué tiempo loco". Más que nada porque no usabamos esas palabras, y porque estábamos seguros de que si llegara a llover, nevaría.
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El lunes a la mañana desayunamos en la mesa blanca que está en la cocina. Afuera, el ambiente estaba gris y estático. Si llueve, nieva, pensé para mis adentros. El almuerzo en lo de mis abuelos estaba programado -todo lo relacionado con mis abuelos suele estar programado- a la una, una y media como muy tarde, pero salimos rumbo al colectivo una menos cuarto. Y había que llegar a Martínez. El tren azul tenía calefacción y las estaciones pasaron raudas: nadie nos vendió chocolates hamlet ni compilados de rock nacional. A pesar de que sabíamos que estábamos llegando tarde, con Lu caminamos despacio, su mano izquierda y mi mano derecha compartiendo un bolsillo.
Sobre Libertador, como es costumbre, nos encontramos con los brothers, que vienen en 168. Y caminamos los cuatro juntos, echando humo por la boca; preparándonos para lidiar, de manera inteligente y amorosa, con la abuela, para gambetear los comentarios macristas, las cartas de lectores de la nación, para comer carne al horno. Patinamos en la vereda que da a la puerta. Tocamos el timbre. Por la chimenea se ve el humo: está prendida la chimenea.
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El almuerzo transcurre por los carriles esperados: están los tíos de visita y se roban la atención; nosotros, los nietos, nos dedicamos a ser graciosos y también irónicos y cínicos y metemos bocaditos cuando lo consideramos prudente. Bebemos vino tinto que sirve Carlos y comemos las empanadas que reparte Paty. Nosotros, los nietos, nos dedicamos a comer y a beber; ni siquiera amagamos con ofrecer ayuda: estamos cómodos en la mesa; los tíos, de visita, se roban la atención. Nadie nos dice nada. La mesa larga está cubierta por un mantel blanco y de a poco empiezan a aparecer las manchas borgoña del vino ídem. Las migas de pan, los pedazos de aceitunas, vendrán después.
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Los temas de conversación son los mismos de siempre. Estar sentado a la mesa de roble de mis abuelos es como entrar en un rizo espacio-temporal que nos devuelve, invariablemente, a la misma escena. Hay nombres en inglés que suenan como Terry o Bob; nombres en francés: Ivonne, Marie. Hay muchos dobles apellidos; hay muchos conocidos de conocidos de conocidos. Hay árboles genealógicos, o peor aún: hay bosques genealógicos, que son lugares oscuros y tupidos donde todos son parientes de todos y siempre hay alguien que es famoso o conocido y que por alguna casualidad está ligado a alguien que está ligado a alguien que. También se comenta sobre el tema de la semana (que esta vez fue la crisis energética, pero supo ser Blumberg, Kirchner, Kirchner, "subversivos", Perón, Perón, qué grande sos), y alguna otra frivolidad.
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No sé si será el alcohol o el té digestivo, pero es siempre hacia el final de estas veladas que mis abuelos y mis tíos -los que viven acá, no los que están de visita y que nos roban el protagonismo y con él las presiones- se vuelven personas de carne y hueso y sentimientos y nos tocan el pelo mientras nos hacen comentarios simpáticos, o nos dan ánimos. Es a esta altura del partido cuando se muestran como lo que son en el fondo: viejitos queribles que se suelen poner la careta equivocada. Personas que le dieron demasiada bola a las formalidades y ahora es demasiado tarde. Nativos disfrazados de ingleses, y el disfraz les queda grande y por debajo de los dobladillos -a esta hora, en este momento- se ven las piernas peludas que tiemblan de miedo y de frío. Si llueve, nieva.
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En eso estábamos cuando llega un mensaje de texto que dice: "boló, está nevando".
Miramos por las ventanas y queremos creer que es nieve. Pero es agua. Nosotros conocemos la nieve; nosotros somos la nieve, nos decimos, guachos pistolas. Y volvemos a mirar y ahora el agua está congelada y parece nieve, y entonces salimos afuera y sí, nieva. Comenzamos a tirar fechas: eso que no nieva desde 1936, dice uno. No, antes, 1920, dice otro. Día histórico, sentencia un tercero. Pero la mesa de roble cubierta por el mantel blanco que ya tiene las manchas de vino y las migas de pan y los pedazos de aceitunas y unas, las más recientes, de café, permanece inmutable. Mis abuelos, uno en cada cabecera, mantienen la compostura. Uno de ellos pide que no se deje la puerta abierta, que no hay más leña. Nosotros no los escuchamos, no, nosotros estamos afuera, nosotros miramos los copos que caen y que cada vez vienen más grandes y estamos contentos y con los cachetes rojos y los mocos líquidos.
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La estación de tren parece Vladivostok. El gris del andén y el blanco de la nieve, las camperas abrigadas de los pasajeros, el blanco de la nieve otra vez. Lo que nos diferencia de los rusos, pienso, es que ellos se saben abrigar, pero no quedo muy contento con mi pensamiento y enseguida se bifurca en otros mil pensamientos distintos que ahora no recuerdo.
Caminamos con Lu de la mano por el andén: no queremos un techo, no todavía. Llega el tren. Nos vamos a Siberia.
3 comentarios:
Masa F.
Atte.
muy bueno.
lo contado,lo vivido.
no te pierdas
Acá en capital empezó a nevar antes, por eso el mensaje, no es que tenga la bola de cristal que todo lo ve.
Saludos
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