sábado, mayo 01, 2010

sábado

Ya me despedí de todos los que están en la casa. Son varios y deambulan buscando un lugar cómodo y una ocupación que distienda: algunos están frente a la tele, otro en la computadora, uno hace crucigramas en la mesa. Afuera, en el jardín, y recién lo veo cuando estoy por abrir la puerta para volver a mi casa, está mi abuelo. Está sentado en una reposera de colores, bajo la sombra del fresno. Calfú, el perro oso, está sentado a su lado, con la cabeza entre sus piernas de elefante viejo y cansado. Lo acaricia despacio, en automático: su mano de carpintero con el meñique torcido y rígido sube y baja por el pelo negro del perro. Con la mano en el picaporte, lo miro un rato que en realidad es un segundo, o menos, y vuelvo, atravieso la casa y salgo por el jardín de adelante para despedirme de él. Cuando estoy cerca noto el movimiento imperceptible, como un temblor, que sacude desde su barba blanca, hasta la punta de sus zapatos de cuero. Está llorando. Y nunca imaginé que alguna vez lo vería llorar. Hace calor, el calor que hace siempre en momentos como éste. Lo abrazo de una manera incómoda: él está sentado y yo al lado, agachado. Intento consolarlo: le digo que hay que ser fuerte, que lo que importa es que sufra lo menos posible, y otras oraciones por el estilo, inútiles, que a medida que las digo se vuelven más inútiles, más vacías, más nada.
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El sudor de las manos, el polvo de la calle, un auto que pasa, las lágrimas de un abuelo indestructible que bajan por su cara lentas como un glaciar.
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Mi abuela todavía está en el hospital. Faltan algunas horas para que la veamos morir en la cama blanca -blanco también el pelo, blanca la piel, blanco el día de sol blanco que encandila-, sus hijos, sus nietos, su familia, su work in progress absoluto. Queda tiempo para subirme al renó nueve y manejar hasta el supermercado, comprar unos vinos y un queso, volver y regar las plantas de la casa sola sin hijo ni mujer; queda tiempo para pensar que esto, esta sensación de fragilidad e incertidumbre, puede mantenerse así por días, semanas, meses; queda tiempo para regar el jardín al atardecer, con el cielo rojo, el calor del sol todavía en la tierra, en la cabeza, en el aire; el frío del agua en el dedo pulgar y cada tanto una catarata de agua, un arcoiris, miles de gotas en la cara; queda tiempo para ir al otro día a buscar con hermano Marcos a hermano Fermín al aeropuerto de Bariloche, con un compilado de música ad-hoc, con Wilco y Nick Cave y Cohen y los Wilburys viajeros. Queda tiempo de mirar aterrizar el avión y ver a aparecer por la escalera mecánica, primero los pelos, después la cara y después la longitud entera, que finaliza en unas zapatillas de bowling de Fermín que se ríe. Queda tiempo de viajar como tres hermanos que se reencuentran y viajan por la ruta y, si fuera una película, por un gesto, por algo, uno se podría dar cuenta de que algo va mal, más allá de la alegría del reencuentro, más allá del día y el sol y el cielo azul y los lagos, más allá de la magnífica banda de sonido. Hermano Fermín pregunta cómo está todo y le decimos lo mismo que le decíamos por teléfono antes de que se subiera al avión, un par de horas antes; que está todo igual, que no se sabe, que todo es pura incertidumbre. Y como todo sigue igual, tenemos tiempo de reirnos y hacer chistes y también comentar algunas cosas que pasaron: el terremoto, la ida a la laguna, los pájaros que se comieron toda la cosecha de arándanos, mi momentánea soledad.
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Queda tiempo hasta que no queda más.
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En el hospital nos saludamos todos y preguntamos cómo sigue todo. Entramos a la habitación los tres hermanos que quedamos y miramos a la cama. Ahí está mi abuela y sentado al lado de ella mi abuelo que ahora le acaricia el pelo blanco. Cuando deja de acariciar mi abuela grita de dolor. Sigue acariciando. Le ponen más morfina. Entran más personas al cuarto. Mi abuela suspira. Mi abuela muere. Hay uno o dos segundos de silencio, de alivio, y después otra vez el dolor, ahora nuestro dolor.
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Eso fue hace dos meses. A veces parece más tiempo, a veces parece menos. Es difícil de medir. Mi abuelo pinta con sus acuarelas paisajes abiertos: pastizales infinitos y al fondo, en el horizonte, un línea verde de árboles, eucaliptus, ombúes, no se sabe. Pinta montañas y árboles. Pinta su jardín y las manzanas rojas que hay en su jardín. Pinta a Calfú y las dos o tres bandurrias que comen gusanos en el pasto que Bea corta una vez por semana. Los visitamos seguido, o lo más seguido que podemos. Juan corre por el pasto y le hace frente al perro oso que corre desquiciado. Comemos manzanas y torta fritas con mate, miramos los partidos del rojo, charlamos. Mi abuelo habla de su infancia y del Bariloche que caminaron y conocieron con mi abuela, habla de chilenos y rusos y polacos y de un italiano que pintaba. Habla de su papá, de su mamá, de los aviones que volaba, de su hermano: historias que me gustaría recordar como se recuerda un buen libro.

1 comentario:

Ana dijo...

Qué hermosura. Me voy a dormir antes de ponerme a llorar.