lunes, enero 22, 2007

renunciamiento

Me acerco a su oficina, hasta casi la pequeña puerta que la separa del resto y vuelvo, poniendo cara de “me olvidé esta cosa tan importante en mi cubículo”, o haciendo ese gesto que se hace cuando uno se tropieza en la calle y quiere disimular. Así dos, tres veces, hasta que entro y le digo que quiero hablar con ella.

–Sentate –me dice, mientras mira su computadora. En la tele pasan las imágenes quietas y vacías del gran hermano: una pileta, una rubia, un potus, un tatuado.
–Estee, bueno, te quería decir que a principios de marzo me voy a ir para el sur, cuestiones familiares, y cuando vuelvo me quiero concentrar en la facultad. Y si sigo acá no creo que pueda.
–¿Renunciás?
–Un poco.

El dialogo fue ameno y tranquilo. Me dijo que si lo hacía por la facultad le parecía bien. Que estaba, en líneas generales, contenta con mi trabajo, y que bueno, que una lástima pero bien, si así lo quería yo.
Igual me quedo hasta la primera semana de marzo: 34 días hábiles, y contando.
Treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y cincuenta segundos, treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y diez segundos...


Unos pequeños pasos hasta la oficina de la jefa, pero un gran salto hacia la libertad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En estos días, yo ando pensando en pasos libertarios. Sólo veo precipicios, querido canciller.

Herbie dijo...

Bien por los pasos libertarios. Lástima que nadie garantiza nada después y que las cuentas siguen llegando. En fin. Me voy a tomar algo.