jueves, enero 11, 2007

have a cigar

La primera vez que fumé un cigarrillo fue en un cumpleaños en la casa de mis primos. El plan fue así: entrar, pedirle a mi abuela uno de los tantos jockey suaves cortos que llevaba consigo, decirle que era para hacer explotar un sapo, salir, encarar para el monte y fumarlo. Antes habíamos conseguido una cajita de fósforos fragata.
El plan resultó a la perfección, es decir, hicimos todo como debíamos. Por supuesto que nadie se creyó lo del sapo. Sobre todo porque no hay sapos allá en el sur; como mucho alguna rana, o renacuajos en los arroyos. Pero bueno, la cuestión es que escondidos detrás de un mosquetal –en el lugar donde después iban a enterrar a esa yegua–, sentados sobre unas piedras todavía húmedas por la lluvia, nos fumamos el cigarrillo. Eramos cuatro, mi hermano martín, y mis primos migui y mati. Todos quedamos mareados y con olor a la abuela.

La segunda vez fue más profesional. De la mentira, que apelaba a la ciencia experimental como modo de conseguir el pitillo –sapos, explosión; ensayo y error–, pasamos a la acción. Con nico y aye, primos entre sí y amigos míos de la primera hora, compramos un atado de marlboros en el único kiosco de el hoyo y lo escondimos en algún lugar de la chacra de los viejos de aye; su casa, en una loma que da al pueblo, era enorme, de madera, llena de pasillos, embrujada y con olor a hongos de pino. Hace algunos años se incendió y desapareció íntegra. Sólo quedó el piso de cemento.
Al atado lo escondimos atrás de una piedra enorme, enterrado entre el musgo verde y la pinocha oxidada del bosque de pinos. De más está decir que los veinte cigarrillos nos duraron más de tres meses.
Cada tanto, cuando volvíamos de la escuela, nos íbamos para el fondo, en busca de la piedra y el musgo y los cigarrillos enterrados en una bolsa.
Para que no sospecharan de nuestras actividades, cuando terminábamos de fumar nos pintábamos la cara con guindas o con frambuesas, para disimular el olor, y para demostrar que habíamos estado haciendo otra cosa: comer frambuesas, comer guindas. Julián, el hermano chiquito de aye –ahora creció y terminó la secundaria, y aye tiene otro hermanito chiquito–, nos seguía cada vez que salíamos en alguna de nuestras expediciones proto-viciosas. Para desanimarlo le decíamos que no había nada allá en esa piedra, o que había alfajores. Una estupidez, claro, hubiese sido mucho más efectivo decirle la verdad: tenemos guardados cigarrillos y cuando los fumás te arde la garganta, te mareás y te queda un gusto terrible en casi todo el cuerpo.

Cuando jugábamos a los cowboys y cabalgábamos en caballos reales, también nos gustaba fumar. No teníamos más de doce años, pero armábamos unos tronchos espectaculares: papel de diario cortado en prolijos rectángulos, yerba mate, saliva, y listo. Un día alguien nos vio fumando y nos dijo que la tinta del diario hacía mal.

Del techo del resturant de nico colgaban ramos de lavanda seca. Con eso también hacíamos cigarros. El humo era espeso, fuerte, oloroso. Y contrastaba con el olor a tinta y a papel del diario –no de cualquier diario, del diario el chubut, tóxico de por sí–.

Una vez le robé un atado entero a mi abuela. Veinte jockeys suaves cortos que ella había dejado olvidados en una mesa. Los llevé al ojo de agua que estaba a unos doscientos metros de casa. Fumé uno mientras miraba cómo brotaba el agua cristalina desde un agujero negro. Los cigarrillos no resistieron la primera lluvia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

-¿Cuál es el dilema más grande de un judío?
- jamón gratis.

(redobles y platillo)