miércoles, noviembre 15, 2006

infancia revisitada II

En quinto grado me cambié de escuela. Pasé de una pública, la 270, donde compartía aula con amigos y usaba guardapolvo blanco, a la única escuela privada del pueblo: el colegio nicolás pedernera, que no era un delantero de river sino un muñeco que había nacido en córdoba y no sé –y creo que nadie lo sabía– qué habría hecho para darle nombre a una institución patagónica de medio pelo. Ahí usaba uniforme: zapatos, camisa blanca, corbatín azul, y arriba de todo un guardapolvo, también azul.
El cambio no fue tan traumatizante; hacía tiempo que fantaseaba con cambiar de escuela, ser el nuevo, pelearme con los “populares”, y esas cosas. Incluso había noches en que me imaginaba yendo a una escuela hogar, conocer una chica tímida, tomarnos de la mano, leer con linternas, cambiarnos de cama a la noche, todas esas boludeces que seguro vi en alguna de esas películas que uno ve cuando es chico.
Mis nuevos compañeritos, hijos de los dueños del pueblo –esas personas que tienen el dudoso honor de compartir sus apellidos con las calles; como decir un anchorena acá, aunque con mucho menos glamour–, eran bastante desagradables. Amarretes, llorones, malcriados, soberbios, y así. Alejandro compartía todas esas características, pero igual en poco tiempo nos hicimos amigos. Fue mi primer amigo de pueblo.
Su casa estaba en el centro centro del bolsón, al lado de un taller mecánico. Era oscura, de una planta, con una cocina de luces incandescentes y por todos lados había olor a suavizante de ropa. En el patio que daba al taller –que no era de su familia– había un aro de básquet en el que a veces jugábamos. Su papá era el chofer de la traffic del pedernera, y su mamá me parece que era la directora del colegio.
En lo de alejandro se desayunaba galletitas con dánica dorada y dulce de leche, algo impensable y desconocido en mi casa; además tenían cable y cada uno tenía un televisor en su cuarto: alejandro miraba the big channel, el padre fútbol –era de ferro, un equipo que no me sonaba ni de nombre pero que en esa época estaba en primera–, y sus hermanos y madre, ni idea.
Uno de sus hermanos, germán, era rockero: tenía su banda y la habitación empapelada de posters de aerosmith que, como ferro, no me sonaba ni de nombre; pero ver todos esos papeles amarillentos de la revista 13/20 con unos boludos grandotes llenos de pañuelos no fue una buena manera de conocerlos.
Las hermanas eran más grandes, casi graduadas de la secundaria, así que no tenía mucho trato con ellas.
Me gustaba ir a lo de alejandro. Me gustaba andar en bici por el asfalto y las veredas rotas; me gustaba comer ñoquis los 29 de cada mes y que abajo del plato hubiera billetes de dos pesos. Me gustaba ir caminando al kiosco y con esos dos pesos comprar alfajores guaymallén. También me gustaba comer viendo tele, y la luz temblorosa de los tubos incandescentes de la cocina; ver tele en la cama hasta cualquier hora (alejandro veía coco miel y babar en magic kids, eso no me gustaba) y levantarme y tener la escuela a pocas cuadras.
Cuando terminé séptimo me cambié otra vez de colegio, esta vez a la agrotécnica del cerro radal. De a poco dejé de ver a alejandro; aunque cuando nos cruzábamos nos saludábamos con cariño.
Hace poco padre me dijo que lo vio por allá: estaba de vacaciones y aprovechó para visitar a sus hermanos que ahora son refugieros.
Me mandó un abrazo.

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