sábado, mayo 19, 2007

sábado

Empezamos a hacer dedo -¿autoestop?- a partir de nuestro segundo año en la escuela agrotécnica. La escuela estaba ubicada en el cerro radal, a mitad de camino entre el bolsón y el hoyo, y equidistante también de lago puelo, pero salvo en verano, en algún día de calor extremo, casi nunca íbamos para allá.

La parte más molesta del trayecto era el camino que separaba la escuela de la ruta 258, la gran arteria de la zona. En ese camino, que con el tiempo vimos cómo era asfaltado y también vimos cómo se rompía el asfalto y cómo lo volvían a arreglar, nunca nos levantaba nadie, y la competencia con los otros que salían de la escuela y volvían a dedo a sus hogares era ardua y desleal. Las técnicas, tácticas y estrategias como, por ejemplo, escondernos en el bosque de pinos para que pasaran todos y después salir de nuestro escondite con los autos frescos y todos para nosotros, eran moneda corriente y herramientas más que necesarias y de uso cotidiano.

Había días en los que te levantaban enseguida y días en los que no. Lo que no había nunca eran días intermedios. Entre los hacedores de dedo circulaba una máxima: “si hacés dedo no tenés que caminar; si caminás, caminás”. Y varias veces caminamos.

El camino de regreso era un camino largo y que cambiaba según la estación: en verano hacía más calor pero por las rutas circulaban más turistas, y si bien los turistas no son una presa muy buscada por los hacedores de dedo, ver pasar más autos siempre da ánimos. En invierno, con el frío, el autoestopista da más pena y genera culpa en los automovilistas; en primavera, caminar no molesta tanto; en otoño hay manzanas.

Tirar piedras a los carteles, contar autos, cantar canciones de los beatles, hablar de chicas, arrastrar las mochilas por el asfalto, romper los ojos de gato de los guardarrails.

No me acuerdo del último viaje a dedo desde la escuela. Hice memoria todo el día a ver si me acordaba de algo, una conversación, una revelación, algo. Supongo que ese último viaje, esa última caminata, debe haber tenido algo de viaje iniciático, de punto de inflexión. Concientes, seguro dijimos: “loco, este es nuestro último viaje”, y lo caminamos en silencio y no nos dimos vuelta para ver pasar a los autos.

El problema eran los días que cursábamos la materia cerdos, o producción porcina. El olor que nos quedaba en la ropa, en las uñas, en las suelas de las zapatillas era terrible. Había algunos, precavidos, que llevaban botas de goma y overoles. Yo nunca lo hice. Volver a dedo, con ese olor, era complicado: lo mejor era esperar que te levantara una chata, una efecien, algo así. Una vez, con migui, nos levantó un hippie buena onda en su citroen; fue parte del viaje mirándonos extrañado, oliendo, con cara de asco mal disimulada. Entonces le contamos que íbamos a una escuela agrotécnica, y que ese día nos había tocado alimentar a los chanchos y limpiar el chiquero; se hizo el boludo, y puso cada de a qué viene este dato; le dijimos que de ahí venía el olor. El resto del viaje fue en silencio.

Un día de mucha lluvia nos refugiamos con julián y migui en un teléfono público, una de esas cabinas verdes de telefónica que estaba en el medio de la nada, o en el medio de las golondrinas, que puede ser lo mismo. Estuvimos ahí adentro, los tres, un buen rato, hasta que los vidrios se empañaron del todo, hasta que la lluvia paró. Nos divertimos llamando a los 0800 que nos acordábamos. El del boston medical group, el de coca cola, y algunos otros al azar. Después salió el sol y seguimos caminando un rato.

Había un camino de tierra que salía de al lado de la escuela y que iba directo a la bolsa de gatos, un barrio periférico del hoyo. Con nico fuimos varias veces por ahí. El camino era apenas una huella de carros de bueyes, caballos o bicicletas. Y si lo seguías daba a lo de freda, una especie de tía de aye y nico, que tenía anteojos como john lennon y cuando se reía lo hacía de una manera muy especial, como si fuera un marinero, o un soldado de la legión extranjera. Después había que seguir caminando y se llegaba a la ruta 258, a pocos metros del restaurante de la familia de nico.

Los que más solían pararnos eran los paisanos, y viajar con ellos era una odisea. Sus autos estaban hechos mierda y en no pocas ocasiones iban borrachos, aunque fueran las nueve o las diez de la mañana. Celedonio y su inseparable amigo de boina roja me levantaron cerca del bolsón, una tarde de noviembre. Tomaban vino toro en botella, no tetra, y los dos me miraban cuando me hablaban, no importaba que uno de ellos fuera el que debía manejar. El auto, un falcon naranja arruinado, avanzaba en zigzag por la ruta. Hacía calor y el aliento de los dos indicaba que la botella que estaba en el piso del auto no era la primera. Me preguntaron por mi familia, por polsito, mi padre, y por mi mamá; por la escuela, por las chicas. Después se pusieron melancólicos, y celedonio, un gordo de proporciones épicas, lagrimeó y todo. Cuarenta minutos más tarde me dejaron en la puerta de la chacra; el kilómetro que separa lo de mis tíos con mi casa lo hice despacio, pensando, masticando pasto, pateando piedras, jugando con morgan, el perro.

10 comentarios:

Obelix dijo...

F.,

Me encanta como escribís.

Atte.

Anónimo dijo...

Muy bueno F. Hacer dedo es toda una filosofia de vida. Cuando estaba en secundaria, creo que fue a partir de 3ro o 2do. Empeze a viajar con mis amigos al sur. Los viajes los planeabamos en alguna clase de biologia o musica. En principio se prerndian unos cuantos. Pero ya para fines de diciembre quedabamos 3 o 4. El filtro era casi siempre porque preferian la playa o porque algun padre no estaba muy seguro en que viajara sin un mayor. Una vez salimos de Buenos Aires por Retiro. Tomamos un bondi hasta Neuquen y ahi, empezamos a hacer dedo. Me acuerdo que teniamos puntos de reunion clave, como Piedra del Aguila o Zapala. Una vez estando en Junin de lso Andes, conocimos unos cordobeses y nos fuimos cruzando todo el camino. Uno tallaba madera y me dio un pedazo de una madera para tallar. Y a medida que nos ibamos encontrando en el camino, le msotraba mi progreso. Mi apodo era "el del gorrito de boca". Cada tanto teniamos que huir de los pueblos, porque alguno se habia agarrado a una mina equivocada.
Me hiciste acordar F.
Gracias.
kub.

Anónimo dijo...

es como re-montar una escena y prender los ventiladores y hacer volar el papel picado, las calles y estar ahí

Anónimo dijo...

Toy leyendo tu blox..empiezo del principio,como con todo lo que me interesa.
La parte de:hey Ingalls no se vayan"...es gloriosa.
Cariños
A

Anónimo dijo...

Yo empiezo a leerlo por el final.

Besos!

Anónimo dijo...

Eso..empeze por el final.Los Ingalls.."hey Ingalls...no nos dejen".
Es uan anecdota ganadora de Martin Fierro.Hoy la conte en mi oficina,como que le paso a un amigo..paso el test de la blancura.
Vos eras Albert?
Perdon.
Cariños
A

Lucardo dijo...

Leo esta bitácora bastante seguido y logro llevar mi mente fuera de la oficina. Gracias por eso. Yo tambien hice dedo en el Bolsón, fue a los 17 recien cumplidos. Tengo el mejor recuerdo de ese lugar tan....artesanal?

Anónimo dijo...

yo leo este blog casi todos los días desde mi casa mirando el cerro lindo, que ahora está rojo y nevado. y mencanta, porque sos mi amigo y porque todo lo que contás me lleva pa'trás...está bueno, porque es estar todo el tiempo de viaje, en el tiempo y en el espacio. Besote grande!!!

Anónimo dijo...

Cuanta nostalgia me da leerte...

Te acordas cuando el asfalto estaba fresco y se nos pegaban las zapatillas?
Y la vez que fueron en bici y llegaron llenos de pecas de brea?

Un abrazo

Anónimo dijo...

Se quebraron los comentaristas!
Cariños
A