miércoles, febrero 18, 2009

miércoles

¿Cuántos veranos pasaron desde que llegamos?
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Hubo uno en que volamos desde una ciudad anaranjada e infinita y llegamos a otra, más pequeña pero con luna llena reflejada en un lago negro. Hubo otro en el que bebimos champagne en noches calurosas, con insectos trepando por las ventanas y enredándose en los mosquiteros. En otro comimos treinta kilos de helado de Jauja y votamos el mejor gusto, y un día ganó el dulce de leche con moras salvajes y otro el chocolate profundo y otro el limón a secas.
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Hubo otro verano, y de éste me acuerdo bien, en que nadamos en el río y tomamos sol y Juan, acostado sobre una manta a cuadros a la sombra del serval, se reía de las hojas y el viento mientras los perros enterraban piedras por el jardín. O ése, en que nos quedamos solos en la casa inmensa: afuera, tormenta y oscuridad, adentro, fuegos prendidos y silencio; y primero nos quedamos sin gas, y después, como si alguien nos estuviese poniendo a prueba, sin luz y sin agua y sin teléfono, y así pasamos las horas y los días en la casa barco fantasma, mirando el fuego extinguirse de a poco, porque tampoco teníamos leña.
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O ese verano sofocante en el que Migui chocó en la ruta y el acta policial decía que el siniestro ocurrió en el kilómetro 1908: "exactamente casi enfrente del restaurante Olaf". Decía también que un auto era rojo y el otro gris, que uno de los ocupantes se llamaba Kevin y que quedaron en la ruta las huellas de la frenada y vidrios de las ópticas, y terminaba así: "Al momento no habían obstáculos en la cinta asfáltica y el clima era caluroso".
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Hubo otros veranos, también. Como ése en que nos mudamos a la casita los tres juntos y desde el ventanal del cuarto de arriba miramos los sauces temblar y sacudirse como poseídos y más allá el río plateado por la luna. O ése en que convivimos con U-thaiwan, la tailandesa silenciosa que cocinaba como los dioses, sus dioses, esos dioses que cocinan con salsa de soja.
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Otro verano quisimos quedarnos acá a probar suerte, encontrar un trabajo, criar a Juan. El siguiente, o el anterior, ya no me acuerdo, decidimos que no, que teníamos que volver a la ciudad a ordenar todo, a decir adiós amigos y ahí sí, venir, quedarnos, suerte, trabajo, criar.
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Mientras cosechábamos arándanos pasó otro verano, el pasto mojado por el rocío, los álamos estáticos, el olor a mañana y ese silencio como de campamento: un murmullo y a lo lejos las voces de los demás, las risas, los silbidos. Y las frutas, una por una en la canasta verde.
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Un verano que fue muy parecido a un otoño miramos el viento desde la ventana, un viento áspero, incansable, endemoniado, un viento volador de cosas y de ánimos y de humores. Ese mismo verano leímos a Bruce Chatwin viajar por los mismos paisajes por los que viajamos algún tiempo atrás: por los mismos caminos de tierra, por los mismos vientos, por las mismas lluvias, por los mismos miedos.
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Ahora, pronto, se acaba éste,
en unos días empieza otro.

6 comentarios:

nicoleta dijo...

Qué bueno que volviste.

Obelix dijo...

el primer verano con el cachorro.

Julia dijo...

Cuántas imágenes en este texto, Chino. Me encanta. Por mil veranos más!

miss japón dijo...

Che, no te olvides del verano en el que Juan no paraba de hablar a la mañana.
¿Y ese en el que, en vez de hablar, optaba por cagarse de risa cuando le charlabas? Ese estuvo muy bueno.

andrea knight dijo...

qué bueno todo lo que pasó!preparate para el invierno!

Anónimo dijo...

yo no sé cómo ni por qué, pero tus textos tienen música.