martes, enero 13, 2009

martes

*Fue cuando sospechamos que ya no había nada más que podía hacerse que empezamos a ir a la iglesia. Y la gira mística y religiosa comenzó, como todas, con un viaje a la frontera. Ahí, entre Brasil, Uruguay y Argentina, en un barrio de casas bajas, ladrillos rojos y perros flacos esperamos horas a que nos atendiera Milton, el sanador. Esperamos, los mellizos y yo, en la Mercedes Benz blanca: era un día de esos amarillos y calurosos y por las ventanas abiertas se escuchaban grillos y ranas y gritos apagados por la humedad. Adentro del furgón, la impaciencia de la espera: golpes, sudor y lágrimas. Afuera, impaciencia y duda y resignación, un pasillo sin asientos con desesperados y un curandero.

*El viaje siguió hacia el sur. Pasamos unos días en las termas de Salto, en los que recuperamos el humor perdido y nos tiramos en piletas llenas de agua caliente. Después, otra vez la ruta, primero con tierra roja en los costados, palmeras y la exuberancia del norte; más tarde, con ciudades y puentes largos y la pampa húmeda que comienza a secarse.

*En un estadio de Puerto Madryn vimos a un cura carismático alabar a un señor que no era el nuestro y hacer desfilar a rengos y ciegos por un escenario que hubiese envididado Bono. Había una banda, y el público cantaba y bailaba y levantaba las manos y a todo respondía amén y alabado seas y con tu espíritu. Había vinchas rojas y rosarios de plástico de todos colores. Había polvo y con las lágrimas se hacía barro y todos parecían emos vestidos de blanco con ojos delineados y delirio místico. Nosotros estábamos tomados de las manos, menos por creyentes que por miedo a lo que veíamos. No compartimos pero respetamos, nos decía y se decía Madre, como un mantra, no compartimos pero respetamos, como si repitiéndolo muchas veces pudiéramos, al fin, respetarlos. Porque que no compartíamos no compartíamos.

*Recuerdo: la música, el polvo, el agua bendita, la verguenza, la verguenza, la verguenza.

*Todo terminó en la iglesia de El Hoyo. Fuimos algunos domingos y de a poco, como una gripe, el fervor místico fue cediendo. En la iglesia, los domingos fríos de mayo, éramos pocos: algunas viejas chupasirios; Pañil, el viejo desdentado y desagradable que pasaba buscando limosna y si no le dabas te golpeaba el brazo con la bandeja vacía; y la familia de Julián: sus hermanas y su mamá y cada tanto su papá. Nosotros, los chicos, entrábamos con la cabeza gacha y con el chirrido de las ruedas de la silla de ruedas como himno. Nos sentábamos lejos del altar, y rezábamos, sí, para que no nos viera nadie.

*Ahora nos acordamos y sonreímos. De última, no había nada que perder.

2 comentarios:

Protervo dijo...

Copado, de esas cosas que lees el primer párrafo y sabes que es bueno.

calidad, marta.

andrea knight dijo...

creer o reventar