Por los amigos daneses Wulff y Morgenthaler.
miércoles, enero 31, 2007
lunes, enero 29, 2007
siete días después
La imaginación del renunciador, pródiga en imágenes de películas, frases de libros y demás, tiende a ofrecer escenas cercanas a guardar la taza y las biromes, borrar los documentos del ordenador, meter en una caja el ficus y el potus y el termo y el mate y mandar todos a la concha de su hermana y salir dando un portazo.
Nada dice, sin embargo, sobre lo que pasa en serio o al menos en mi caso: la calma absoluta después de... la calma. Ningún ojo de tormenta porque no hubo tormenta, ningún huracán, ningún terremoto; apenas el temblor momentáneo de mis manos al avisar que me iba, hace una semana.
¿Y cómo sigue? ¿Es tolerable toda esta no-incertidumbre, toda esta no-ansiedad? ¿Se puede seguir como si nada hubiese ocurrido?
*diálogo con mímica:
– Loco, trabajé como un nabo pero sólo fueron seis meses, tampoco es tanto –me digo.
–Sí, ¿qué pretendés? ¿salir en el cronista comercial en la sección “renuncias en las grandes empresas”; en la balancita de noticias; en las charlas del quincho del ámbito financiero; en el cielo y el infierno de clarín espectáculos; en la pavada de crónica; en el bizarro de infobae? ¿eh?
–Bueno, tampoco me gastes.
–Ok, pero no da. ¿A qué viene este divismo de renunciador que se siente subestimado?
–Nada, es sólo una sensación. Yo creo en el big bang de los pequeños acontecimientos. En la teoría del caos; en los movimientos brownianos. Y con qué me paga el cosmos: con esto, con el desprecio, con la nada absoluta, con el gris y pegajoso transcurrir de los minutos sin que nada haya cambiado. Sin que nada cambie. No te pedía un sismo, un huracán, un tsunami; eso era, apenas, una cuestión metafórica. Pero algo, dame un mensaje.
–El otro día viste el cometa...
–Sí, pero todavía no había renunciado.
–La diferencia la vas a notar el día que finalmente te vayas. Cuando, sin el portazo y la concha de su hermana, te despidas y prometas mails que nunca van a llegar y te vayas, sí, con tu caja de cartón que tiene un mate y una taza y una abrochadora violeta que te robaste y un par de post-its amarillos. Cuando te tomes el subte y llegues a tu casa y sepas que al otro día no vas a tener que volver. Ahí sí, tal vez haya un huracán en china, o un tsunami en taiwan o una avalancha en el kilimanjaro. Tu pequeña felicidad burguesa como el batir de alas de una mariposa anaranjada en nueva zelanda.
–Qué boludeces que escribís cuando estás aburrido y al pedo, eh.
Nada dice, sin embargo, sobre lo que pasa en serio o al menos en mi caso: la calma absoluta después de... la calma. Ningún ojo de tormenta porque no hubo tormenta, ningún huracán, ningún terremoto; apenas el temblor momentáneo de mis manos al avisar que me iba, hace una semana.
¿Y cómo sigue? ¿Es tolerable toda esta no-incertidumbre, toda esta no-ansiedad? ¿Se puede seguir como si nada hubiese ocurrido?
*diálogo con mímica:
– Loco, trabajé como un nabo pero sólo fueron seis meses, tampoco es tanto –me digo.
–Sí, ¿qué pretendés? ¿salir en el cronista comercial en la sección “renuncias en las grandes empresas”; en la balancita de noticias; en las charlas del quincho del ámbito financiero; en el cielo y el infierno de clarín espectáculos; en la pavada de crónica; en el bizarro de infobae? ¿eh?
–Bueno, tampoco me gastes.
–Ok, pero no da. ¿A qué viene este divismo de renunciador que se siente subestimado?
–Nada, es sólo una sensación. Yo creo en el big bang de los pequeños acontecimientos. En la teoría del caos; en los movimientos brownianos. Y con qué me paga el cosmos: con esto, con el desprecio, con la nada absoluta, con el gris y pegajoso transcurrir de los minutos sin que nada haya cambiado. Sin que nada cambie. No te pedía un sismo, un huracán, un tsunami; eso era, apenas, una cuestión metafórica. Pero algo, dame un mensaje.
–El otro día viste el cometa...
–Sí, pero todavía no había renunciado.
–La diferencia la vas a notar el día que finalmente te vayas. Cuando, sin el portazo y la concha de su hermana, te despidas y prometas mails que nunca van a llegar y te vayas, sí, con tu caja de cartón que tiene un mate y una taza y una abrochadora violeta que te robaste y un par de post-its amarillos. Cuando te tomes el subte y llegues a tu casa y sepas que al otro día no vas a tener que volver. Ahí sí, tal vez haya un huracán en china, o un tsunami en taiwan o una avalancha en el kilimanjaro. Tu pequeña felicidad burguesa como el batir de alas de una mariposa anaranjada en nueva zelanda.
–Qué boludeces que escribís cuando estás aburrido y al pedo, eh.
viernes, enero 26, 2007
viernes
*Mientras parece que el mundo se desarma en formas de esquirlas que son gotas de lluvia y explosiones que son truenos, acá, en la gran empresa, apenas si los ánimos se modifican. De oficina a oficina circulan pedidos estúpidos y sin sentido. Cada tanto, sí, alguna referencia al clima: “parece que se va a largar”, de ese estilo. En una tele, crónica se pregunta, en letras blancas sobre fondo rojo: “qué le pasa al mundo”. En otra, dos personas engominadas juegan al billar. A lo lejos, gran hermano y el tedio infinito. La vida será televisada o no será.
*Falta una hora y media para irme remando por una calle de belgrano propensa a las inundaciones. Remar por un arroyo hasta el río juramento, principal afluente de cabildo; después, tunel subfluvial hasta la casa. Ni que fuera venecia.
*Estoy soñando bastante. En los últimos dos sueños, hubo aviones que se caen. En el de ayer a la noche, estaba en el cerro catedral, y lo veía doblar mal y perder el equilibrio, trastabillar en el aire y finalmente estrellarse y explotar sobre la ladera verde. En otro, que fue hace algunas noches, era john lennon quien veía pasar el avión, y me relataba todo en tiempo real –yo miraba para otro lado– y después nos tirábamos juntos al mar y nadábamos.
* dialogo con mímica
– lo que voy a extrañar del laburo van a ser los tickets; eso de ir a los restorans y al supermercado y sacar esos billetitos y pagar.
– están bueno, eh.
– sí, pero lo que deberían inventar son tickets para otras situaciones, además de restorans y supermercados, como por ejemplo tickets para taxis, para verdulerías, para kioscos, para videoclubes.
– ya hay de esos...
– ¿posta? ¿cómo se llaman?
– plata.
*Falta una hora y media para irme remando por una calle de belgrano propensa a las inundaciones. Remar por un arroyo hasta el río juramento, principal afluente de cabildo; después, tunel subfluvial hasta la casa. Ni que fuera venecia.
*Estoy soñando bastante. En los últimos dos sueños, hubo aviones que se caen. En el de ayer a la noche, estaba en el cerro catedral, y lo veía doblar mal y perder el equilibrio, trastabillar en el aire y finalmente estrellarse y explotar sobre la ladera verde. En otro, que fue hace algunas noches, era john lennon quien veía pasar el avión, y me relataba todo en tiempo real –yo miraba para otro lado– y después nos tirábamos juntos al mar y nadábamos.
* dialogo con mímica
– lo que voy a extrañar del laburo van a ser los tickets; eso de ir a los restorans y al supermercado y sacar esos billetitos y pagar.
– están bueno, eh.
– sí, pero lo que deberían inventar son tickets para otras situaciones, además de restorans y supermercados, como por ejemplo tickets para taxis, para verdulerías, para kioscos, para videoclubes.
– ya hay de esos...
– ¿posta? ¿cómo se llaman?
– plata.
miércoles, enero 24, 2007
lunes, enero 22, 2007
renunciamiento
Me acerco a su oficina, hasta casi la pequeña puerta que la separa del resto y vuelvo, poniendo cara de “me olvidé esta cosa tan importante en mi cubículo”, o haciendo ese gesto que se hace cuando uno se tropieza en la calle y quiere disimular. Así dos, tres veces, hasta que entro y le digo que quiero hablar con ella.
–Sentate –me dice, mientras mira su computadora. En la tele pasan las imágenes quietas y vacías del gran hermano: una pileta, una rubia, un potus, un tatuado.
–Estee, bueno, te quería decir que a principios de marzo me voy a ir para el sur, cuestiones familiares, y cuando vuelvo me quiero concentrar en la facultad. Y si sigo acá no creo que pueda.
–¿Renunciás?
–Un poco.
El dialogo fue ameno y tranquilo. Me dijo que si lo hacía por la facultad le parecía bien. Que estaba, en líneas generales, contenta con mi trabajo, y que bueno, que una lástima pero bien, si así lo quería yo.
Igual me quedo hasta la primera semana de marzo: 34 días hábiles, y contando.
Treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y cincuenta segundos, treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y diez segundos...
Unos pequeños pasos hasta la oficina de la jefa, pero un gran salto hacia la libertad.
–Sentate –me dice, mientras mira su computadora. En la tele pasan las imágenes quietas y vacías del gran hermano: una pileta, una rubia, un potus, un tatuado.
–Estee, bueno, te quería decir que a principios de marzo me voy a ir para el sur, cuestiones familiares, y cuando vuelvo me quiero concentrar en la facultad. Y si sigo acá no creo que pueda.
–¿Renunciás?
–Un poco.
El dialogo fue ameno y tranquilo. Me dijo que si lo hacía por la facultad le parecía bien. Que estaba, en líneas generales, contenta con mi trabajo, y que bueno, que una lástima pero bien, si así lo quería yo.
Igual me quedo hasta la primera semana de marzo: 34 días hábiles, y contando.
Treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y cincuenta segundos, treintaycuatro días y ocho horas y veinte minutos y diez segundos...
Unos pequeños pasos hasta la oficina de la jefa, pero un gran salto hacia la libertad.
viernes, enero 19, 2007
cosas viejas
Leo chats viejos –de hace un año y medio, un poco más, un poco menos–. Conversaciones vía msn que tuve con mi actual novia; en ese entonces, puro futuro, pura incertidumbre, pero ya el amor estaba en el aire.
Lo que me llama la atención es cómo en esas líneas están prefiguradas ciertas cosas –ciertos tics, ciertos ítems– que ahora vuelven a cada rato. Un viaje por la ruta 40, la posibilidad de vivir juntos, hijos, nietos.
Otra cosa llamativa es cómo sigo –un año más tarde, un poco más, un poco menos– repitiendo comentarios y chistes, ideas y preocupaciones.
Lo que me llama la atención es cómo en esas líneas están prefiguradas ciertas cosas –ciertos tics, ciertos ítems– que ahora vuelven a cada rato. Un viaje por la ruta 40, la posibilidad de vivir juntos, hijos, nietos.
Otra cosa llamativa es cómo sigo –un año más tarde, un poco más, un poco menos– repitiendo comentarios y chistes, ideas y preocupaciones.
domingo, enero 14, 2007
gauchesca
Nadie salió a despedirme
cuando me fui de la estancia
solamente el ovejero,
un perro nomás,
Cosas que pasan.
No sé por qué escuchaba a larralde. Pero sé que lo hacía.
En casa teníamos un equipo hitachi gris plomo, y ahí ponía el caset. Ida y vuelta. De un lado y del otro. Un caset blanco, de rca. Ver lámina adjunta.
Tenía unos cinco, seis años. Y me vestía con un poncho. La mística gauchesca me podía; todavía no conocía a los cowboys, que son la versión for export de los gauchos. Si los cowboys son marlboro, los gauchos son un armado salivoso y de formas extrañas de tabaco mariposa con papel ombú.
Me gustaban los caballos; sus ojos que parecen bolas de adivinos, redondas, transparentes y con un mundo en blanco y negro reflejado adentro; el olor del pelaje, el olor a la montura y a los aperos. Me gustaba aprender sus modelos: bayo, alazán, malacara, tobiano –mi preferido: naranja, blanco y negro–, rosillo, moro, oscuro.
También disfrutaba de los viajes por la línea sur que emprendía con mi padre. Ñorquinco, jacobacci, los menucos, valcheta. Estancias de turcos, campos kilométricos, casas detenidas en el tiempo, ovejas. Mi viejo al volante de la efecien blanca, yo parado a su izquierda, entre el asiento y la puerta, entre el volante y la puerta, entre mi viejo y la puerta. Del otro lado de la puerta, el desierto.
cuando me fui de la estancia
solamente el ovejero,
un perro nomás,
Cosas que pasan.
No sé por qué escuchaba a larralde. Pero sé que lo hacía.
En casa teníamos un equipo hitachi gris plomo, y ahí ponía el caset. Ida y vuelta. De un lado y del otro. Un caset blanco, de rca. Ver lámina adjunta.
Tenía unos cinco, seis años. Y me vestía con un poncho. La mística gauchesca me podía; todavía no conocía a los cowboys, que son la versión for export de los gauchos. Si los cowboys son marlboro, los gauchos son un armado salivoso y de formas extrañas de tabaco mariposa con papel ombú.
Me gustaban los caballos; sus ojos que parecen bolas de adivinos, redondas, transparentes y con un mundo en blanco y negro reflejado adentro; el olor del pelaje, el olor a la montura y a los aperos. Me gustaba aprender sus modelos: bayo, alazán, malacara, tobiano –mi preferido: naranja, blanco y negro–, rosillo, moro, oscuro.
También disfrutaba de los viajes por la línea sur que emprendía con mi padre. Ñorquinco, jacobacci, los menucos, valcheta. Estancias de turcos, campos kilométricos, casas detenidas en el tiempo, ovejas. Mi viejo al volante de la efecien blanca, yo parado a su izquierda, entre el asiento y la puerta, entre el volante y la puerta, entre mi viejo y la puerta. Del otro lado de la puerta, el desierto.
viernes, enero 12, 2007
cinta scotch
Ayer fui a cenar a lo de mis abuelos paternos, que viven en esa burbuja llamada martínez. En el deck que da a la pileta, sentados en una mesa de plástico, tomamos unas cervezas mientras los mosquitos nos toman a nosotros.
De la nada empiezan a hablar de su época desenfrenada en punta del este:
–Fuimos a todos los boliches, ¿no?
–No, me parece que hubo uno al que nunca fuimos. Uno que estaba en una gruta, y que se inundaba cuando subía la marea.
–Rolly dear, ¿cómo que no fuimos a ese? ¿No te acordás?...
–¿Y nos metimos en el agua?
–Eso no podría acordarme.
–El whisky.
–El whisky, claro.
De la nada empiezan a hablar de su época desenfrenada en punta del este:
–Fuimos a todos los boliches, ¿no?
–No, me parece que hubo uno al que nunca fuimos. Uno que estaba en una gruta, y que se inundaba cuando subía la marea.
–Rolly dear, ¿cómo que no fuimos a ese? ¿No te acordás?...
–¿Y nos metimos en el agua?
–Eso no podría acordarme.
–El whisky.
–El whisky, claro.
jueves, enero 11, 2007
have a cigar
La primera vez que fumé un cigarrillo fue en un cumpleaños en la casa de mis primos. El plan fue así: entrar, pedirle a mi abuela uno de los tantos jockey suaves cortos que llevaba consigo, decirle que era para hacer explotar un sapo, salir, encarar para el monte y fumarlo. Antes habíamos conseguido una cajita de fósforos fragata.
El plan resultó a la perfección, es decir, hicimos todo como debíamos. Por supuesto que nadie se creyó lo del sapo. Sobre todo porque no hay sapos allá en el sur; como mucho alguna rana, o renacuajos en los arroyos. Pero bueno, la cuestión es que escondidos detrás de un mosquetal –en el lugar donde después iban a enterrar a esa yegua–, sentados sobre unas piedras todavía húmedas por la lluvia, nos fumamos el cigarrillo. Eramos cuatro, mi hermano martín, y mis primos migui y mati. Todos quedamos mareados y con olor a la abuela.
La segunda vez fue más profesional. De la mentira, que apelaba a la ciencia experimental como modo de conseguir el pitillo –sapos, explosión; ensayo y error–, pasamos a la acción. Con nico y aye, primos entre sí y amigos míos de la primera hora, compramos un atado de marlboros en el único kiosco de el hoyo y lo escondimos en algún lugar de la chacra de los viejos de aye; su casa, en una loma que da al pueblo, era enorme, de madera, llena de pasillos, embrujada y con olor a hongos de pino. Hace algunos años se incendió y desapareció íntegra. Sólo quedó el piso de cemento.
Al atado lo escondimos atrás de una piedra enorme, enterrado entre el musgo verde y la pinocha oxidada del bosque de pinos. De más está decir que los veinte cigarrillos nos duraron más de tres meses.
Cada tanto, cuando volvíamos de la escuela, nos íbamos para el fondo, en busca de la piedra y el musgo y los cigarrillos enterrados en una bolsa.
Para que no sospecharan de nuestras actividades, cuando terminábamos de fumar nos pintábamos la cara con guindas o con frambuesas, para disimular el olor, y para demostrar que habíamos estado haciendo otra cosa: comer frambuesas, comer guindas. Julián, el hermano chiquito de aye –ahora creció y terminó la secundaria, y aye tiene otro hermanito chiquito–, nos seguía cada vez que salíamos en alguna de nuestras expediciones proto-viciosas. Para desanimarlo le decíamos que no había nada allá en esa piedra, o que había alfajores. Una estupidez, claro, hubiese sido mucho más efectivo decirle la verdad: tenemos guardados cigarrillos y cuando los fumás te arde la garganta, te mareás y te queda un gusto terrible en casi todo el cuerpo.
Cuando jugábamos a los cowboys y cabalgábamos en caballos reales, también nos gustaba fumar. No teníamos más de doce años, pero armábamos unos tronchos espectaculares: papel de diario cortado en prolijos rectángulos, yerba mate, saliva, y listo. Un día alguien nos vio fumando y nos dijo que la tinta del diario hacía mal.
Del techo del resturant de nico colgaban ramos de lavanda seca. Con eso también hacíamos cigarros. El humo era espeso, fuerte, oloroso. Y contrastaba con el olor a tinta y a papel del diario –no de cualquier diario, del diario el chubut, tóxico de por sí–.
Una vez le robé un atado entero a mi abuela. Veinte jockeys suaves cortos que ella había dejado olvidados en una mesa. Los llevé al ojo de agua que estaba a unos doscientos metros de casa. Fumé uno mientras miraba cómo brotaba el agua cristalina desde un agujero negro. Los cigarrillos no resistieron la primera lluvia.
El plan resultó a la perfección, es decir, hicimos todo como debíamos. Por supuesto que nadie se creyó lo del sapo. Sobre todo porque no hay sapos allá en el sur; como mucho alguna rana, o renacuajos en los arroyos. Pero bueno, la cuestión es que escondidos detrás de un mosquetal –en el lugar donde después iban a enterrar a esa yegua–, sentados sobre unas piedras todavía húmedas por la lluvia, nos fumamos el cigarrillo. Eramos cuatro, mi hermano martín, y mis primos migui y mati. Todos quedamos mareados y con olor a la abuela.
La segunda vez fue más profesional. De la mentira, que apelaba a la ciencia experimental como modo de conseguir el pitillo –sapos, explosión; ensayo y error–, pasamos a la acción. Con nico y aye, primos entre sí y amigos míos de la primera hora, compramos un atado de marlboros en el único kiosco de el hoyo y lo escondimos en algún lugar de la chacra de los viejos de aye; su casa, en una loma que da al pueblo, era enorme, de madera, llena de pasillos, embrujada y con olor a hongos de pino. Hace algunos años se incendió y desapareció íntegra. Sólo quedó el piso de cemento.
Al atado lo escondimos atrás de una piedra enorme, enterrado entre el musgo verde y la pinocha oxidada del bosque de pinos. De más está decir que los veinte cigarrillos nos duraron más de tres meses.
Cada tanto, cuando volvíamos de la escuela, nos íbamos para el fondo, en busca de la piedra y el musgo y los cigarrillos enterrados en una bolsa.
Para que no sospecharan de nuestras actividades, cuando terminábamos de fumar nos pintábamos la cara con guindas o con frambuesas, para disimular el olor, y para demostrar que habíamos estado haciendo otra cosa: comer frambuesas, comer guindas. Julián, el hermano chiquito de aye –ahora creció y terminó la secundaria, y aye tiene otro hermanito chiquito–, nos seguía cada vez que salíamos en alguna de nuestras expediciones proto-viciosas. Para desanimarlo le decíamos que no había nada allá en esa piedra, o que había alfajores. Una estupidez, claro, hubiese sido mucho más efectivo decirle la verdad: tenemos guardados cigarrillos y cuando los fumás te arde la garganta, te mareás y te queda un gusto terrible en casi todo el cuerpo.
Cuando jugábamos a los cowboys y cabalgábamos en caballos reales, también nos gustaba fumar. No teníamos más de doce años, pero armábamos unos tronchos espectaculares: papel de diario cortado en prolijos rectángulos, yerba mate, saliva, y listo. Un día alguien nos vio fumando y nos dijo que la tinta del diario hacía mal.
Del techo del resturant de nico colgaban ramos de lavanda seca. Con eso también hacíamos cigarros. El humo era espeso, fuerte, oloroso. Y contrastaba con el olor a tinta y a papel del diario –no de cualquier diario, del diario el chubut, tóxico de por sí–.
Una vez le robé un atado entero a mi abuela. Veinte jockeys suaves cortos que ella había dejado olvidados en una mesa. Los llevé al ojo de agua que estaba a unos doscientos metros de casa. Fumé uno mientras miraba cómo brotaba el agua cristalina desde un agujero negro. Los cigarrillos no resistieron la primera lluvia.
miércoles, enero 10, 2007
estar en el medio
Hoy, entre otras cosas, chat con hermano f. Allí, conversación sobre cuestiones varias, hasta que llegamos a un tópico que a mí me interesa mucho, y del cual me gustaría explayarme –no en esta ocasión, porque tengo sueño; pero sí voy a plantearlo, en pocas palabras–.
El tema es: “la insoportable levedad de aquellos –nosotros–, que se sienten fuera de todo / en el medio de todo / sin una posición tomada”, que aunque parece contradictorio, es lo mismo.
YO: nosotros tenemos algo posmoderno –por llamarlo de alguna manera–, de caída de grandes relatos: ni religión ni códigos, ni creencias sostenidas por mucho tiempo. No tenemos barrio de pertenencia (el barrio, todo un tema).
HERMANO: igual, tenemos una cuestión con el afecto que puede hacer las veces de reemplazo de los grandes relatos.
YO: sí, puede ser. El afecto como lazo estabilizador.
Después, la conversación siguió por el lado de la carencia de barrio, por la fragilidad de nuestro tener un club de fútbol, independiente.
YO: nuestro ser de independiente es mucho más un acto snob que un sentir popular.
HERMANO: sí, no tanto snobismo, che. Viene de la familia. Es como una herencia rara. La silla que se hereda de una tía segunda desconocida o algo por el estilo.
YO: sí, ok, pero yo hasta los trece años no sabía ni qué era el rojo. Y cuando vamos a la cancha estamos más cerca de levi-straus en brasil que de cacho de sarandí. Por más que la pasemos muy bien.
HERMANO: no, pero desde los cinco que decís, cuando te preguntan de qué cuadro sos, soy de independiente de avellaneda, aunque en ese momento pensabas que avellaneda era una ciudad arrasada por la guerra en el año cero en grecia. Al rojo lo tenemos como un apéndice, y sí, puede ser que de pronto lo usemos de puro snobs, pero lo tenemos en nuestro ribonucleico en serio.
YO: ¿vos decís?
HERMANO: sí. El abuelo alan se murió viendo un partido de independiente. La empresa de la familia está en avellaneda.
YO: sí, y más que todo, martín.
HERMANO: sí. Y mis hijos van a ser de independiente y así,
YO: pero yo siento algo raro, algo de hipocresía, pero no, no es hipocresía la palabra. Es algo de sacrilegio... no, tampoco.
HERMANO: ¿de no sentirlo del todo?
YO: cuando voy a la cancha me siento como cuando me metí en una mezquita en turquía
me encantaría, pero no soy musulmán, no me criaron así, no sé rezar.
HERMANO: sí, puede ser. Somos del rojo a la distancia.
YO: pero no sé si comulgo o si soy un pagano total.
HERMANO: somos simpatizantes, solidarizamos. Estamos en el medio vieja, siempre vamos a estar en la mitad de todo. Nacimos a mitad de camino.
YO: por eso, por eso... No tenemos códigos, no tenemos religión, pero ni siquiera nos podemos jactar de eso, porque no somos de los “sin códigos” “sin religión”.
Prometo –me prometo– continuar con este tema. Indagar. Ver donde estamos, ver si está bueno ser una suerte de suiza de las personas –en el laburo me dicen canciller–, no tener ni patria ni dios, pero no por una convicción; encima, provenir de ese lugar abstracto, lejano, nebuloso y genérico, “el sur”; no tener una banda preferida, un escritor favorito.
Pero tampoco estamos tan mal, y siempre hay cosas definidas.
A mí, por ejemplo, no me gustan las aceitunas.
El tema es: “la insoportable levedad de aquellos –nosotros–, que se sienten fuera de todo / en el medio de todo / sin una posición tomada”, que aunque parece contradictorio, es lo mismo.
YO: nosotros tenemos algo posmoderno –por llamarlo de alguna manera–, de caída de grandes relatos: ni religión ni códigos, ni creencias sostenidas por mucho tiempo. No tenemos barrio de pertenencia (el barrio, todo un tema).
HERMANO: igual, tenemos una cuestión con el afecto que puede hacer las veces de reemplazo de los grandes relatos.
YO: sí, puede ser. El afecto como lazo estabilizador.
Después, la conversación siguió por el lado de la carencia de barrio, por la fragilidad de nuestro tener un club de fútbol, independiente.
YO: nuestro ser de independiente es mucho más un acto snob que un sentir popular.
HERMANO: sí, no tanto snobismo, che. Viene de la familia. Es como una herencia rara. La silla que se hereda de una tía segunda desconocida o algo por el estilo.
YO: sí, ok, pero yo hasta los trece años no sabía ni qué era el rojo. Y cuando vamos a la cancha estamos más cerca de levi-straus en brasil que de cacho de sarandí. Por más que la pasemos muy bien.
HERMANO: no, pero desde los cinco que decís, cuando te preguntan de qué cuadro sos, soy de independiente de avellaneda, aunque en ese momento pensabas que avellaneda era una ciudad arrasada por la guerra en el año cero en grecia. Al rojo lo tenemos como un apéndice, y sí, puede ser que de pronto lo usemos de puro snobs, pero lo tenemos en nuestro ribonucleico en serio.
YO: ¿vos decís?
HERMANO: sí. El abuelo alan se murió viendo un partido de independiente. La empresa de la familia está en avellaneda.
YO: sí, y más que todo, martín.
HERMANO: sí. Y mis hijos van a ser de independiente y así,
YO: pero yo siento algo raro, algo de hipocresía, pero no, no es hipocresía la palabra. Es algo de sacrilegio... no, tampoco.
HERMANO: ¿de no sentirlo del todo?
YO: cuando voy a la cancha me siento como cuando me metí en una mezquita en turquía
me encantaría, pero no soy musulmán, no me criaron así, no sé rezar.
HERMANO: sí, puede ser. Somos del rojo a la distancia.
YO: pero no sé si comulgo o si soy un pagano total.
HERMANO: somos simpatizantes, solidarizamos. Estamos en el medio vieja, siempre vamos a estar en la mitad de todo. Nacimos a mitad de camino.
YO: por eso, por eso... No tenemos códigos, no tenemos religión, pero ni siquiera nos podemos jactar de eso, porque no somos de los “sin códigos” “sin religión”.
Prometo –me prometo– continuar con este tema. Indagar. Ver donde estamos, ver si está bueno ser una suerte de suiza de las personas –en el laburo me dicen canciller–, no tener ni patria ni dios, pero no por una convicción; encima, provenir de ese lugar abstracto, lejano, nebuloso y genérico, “el sur”; no tener una banda preferida, un escritor favorito.
Pero tampoco estamos tan mal, y siempre hay cosas definidas.
A mí, por ejemplo, no me gustan las aceitunas.
martes, enero 09, 2007
el gato, la mancha, dios, etc.
Hace unos cuatro o cinco años, volviendo de la facultad una mañana, me pasó algo que todavía hoy, cuando lo recuerdo, de alguna manera me sigue perturbando. Los hechos no son confusos, ni apasionantes, ni tienen un ápice de misterio: al lado de la puerta de entrada del ph donde vivía, entre una pared y una reja verde, había una mancha, una mancha gris o marrón que siempre estaba ahí y a la que nunca le había prestado mucha atención. Hasta ese día –hace cuatro o cinco años–, que volviendo de la facultad vi el gato del vecino pasar entre la pared y la reja, y entendí que la mancha la había hecho el gato en sus mil pasadas entre la pared y la reja verde. Pero en ese instante no sólo entendí eso. Entendí todo. Y por todo entiéndase TODO. La totalidad. Entendí quién era yo y cual era mi lugar, que estaba haciendo y qué tenía que hacer. Entendí el mundo y sus circunstancias, entendí mi vida y la de todos los demás. Entendí el universo desde el principio hasta el final. Habrán sido unos tres, cuatro segundos como mucho, pero fue suficiente. Me acuerdo que entré a mi casa mareado y con vértigo. Que me hice un té mientras pensaba en lo que me había pasado. Y que, finalmente, olvidé todo cuando me puse a estudiar para no sé qué materia. Pero la sensación perduró.
Borracho una noche con mi viejo, le conté. Al volver sobre aquella mañana, le añadí interpretaciones: yo, en esos tres o cuatro segundos, había sido dios, o algo parecido. Había comprendido (en los dos sentidos: entender y abarcar) todo. Por eso el vértigo posterior, el mareo. Por eso la necesidad de olvidar. No estamos preparados –dije en la segunda botella de vino– para entenderlo todo. No nosotros. Por eso olvidamos todo el tiempo. Por eso necesitamos desde el principio de los tiempo un ser que lo entienda todo, y nos ahorre el vértigo, aún cuando este mismo ser (llamémoslo dios) nos provoque vértigo él mismo. La charla siguió y, por supuesto, al rato nos olvidamos de todo. Unos meses después leí la escritura del dios, un cuento de borges que me hizo volver a pensar en aquella mañana y a detenerme un tiempo en aquellos hechos: la mancha, el gato, la reja, la comprensión, el todo.
Borracho una noche con mi viejo, le conté. Al volver sobre aquella mañana, le añadí interpretaciones: yo, en esos tres o cuatro segundos, había sido dios, o algo parecido. Había comprendido (en los dos sentidos: entender y abarcar) todo. Por eso el vértigo posterior, el mareo. Por eso la necesidad de olvidar. No estamos preparados –dije en la segunda botella de vino– para entenderlo todo. No nosotros. Por eso olvidamos todo el tiempo. Por eso necesitamos desde el principio de los tiempo un ser que lo entienda todo, y nos ahorre el vértigo, aún cuando este mismo ser (llamémoslo dios) nos provoque vértigo él mismo. La charla siguió y, por supuesto, al rato nos olvidamos de todo. Unos meses después leí la escritura del dios, un cuento de borges que me hizo volver a pensar en aquella mañana y a detenerme un tiempo en aquellos hechos: la mancha, el gato, la reja, la comprensión, el todo.
lunes, enero 08, 2007
sending out
Creo que the police debería aggiornar la letra de "message in a bottle": en lugar de sending out an s.o.s, debería leerse sending out an sms.
Seguimos trabajando para usted.
Seguimos trabajando para usted.
el rock y las frutas finas
Padre me pidió que le escribiera, para la revista de la cooperativa agricola de allá, una notita sobre la relación entre el rock y las frutas finas. Es decir, nombrar canciones, artistas, cuestiones que de alguna manera tuviesen algún punto de apoyo con los berries. Tarea difícil, sí. Pero no imposible.
Por una cuestión de tiempos, le pedí a mi amigo soberbio si la podía hacer, y esto fue lo que hizo.
Podríamos empezar hablando de la hermosa y flaca cantante Fiona Apple, pero, como ya dijimos, si vamos a centrarnos particularmente en los berries, bueno, entonces tenemos a Chuck Berry, el músico nacido en 1926 que si bien no revolucionó el rock, ayudó a que el blues se volviera eléctrico. The Kinks, la banda de los hermanos Davies, en la canción "The Village Green Preservation Society", imploran: "Dios salve al dulce de frutilla y a los de todas las otras variedades". Los Beatles –que sí revolucionaron todo– te invitan a pasar una temporada al "campo de frutillas, para siempre". Johnny Cash se acuerda de las frutillas que lo salvaron de morir de hambre en Nueva York en "Strawberry Pie". Nancy Sinatra, la hija de Frank, susurra: "Frutillas, cerezas y un beso de un ángel en primavera". El dúo inglés de electropop Goldfrapp le canta a la cereza negra; los chicos no tan chicos de Sonic Youth tienen una canción que directamente se llama "Simpatía por la frutilla"; la banda de reggae inglesa, UB40, desde 1983 canta "Cherry Oh Baby". Un infaltable, por el talento, por su presencia casi magnética a lo largo de la última mitad del siglo XX –y porque canta bien, sus letras son las mejores, y porque nos gusta– es Bob Dylan. En la canción "Country Pie", una oda a los pasteles del campo, grita con su voz nasal: "Frambuesas, frutillas, limón y lima / qué me importa / arándano, manzana, cereza, zapallo y ciruelas / llamame para la cena, cariño, que ahí estaré". Nick Drake, el dulce Nick Drake, compara la fama con un árbol frutal; los franceses de Air se tiran un lance con la chica capullo de flor de cerezo.
Más acá en el tiempo, pero también en el espacio, encontramos que Kevin Johansen canta en la canción "Guacamole": "Queso con frambuesa, pongan bien la mesa". Juana Molina, desde su disco Tres Cosas advierte: "Las frutillas, los tomates, ahora no son tan ricos / porque les pusieron qué sé yo qué gen maldito". Un poco antes, Charly García y su Máquina de hacer pájaros proponían: "Vamos al mar en un buen Cadillac, frutillas rojas de Chapadmalal".
Así, la cultura popular, esta vez de la mano del rock, se acerca a la agricultura popular. Una mezcla impensada, aunque pensándolo bien, si las frutas finas quedan bien en todo, por qué no quedarían bien en una canción.
Por una cuestión de tiempos, le pedí a mi amigo soberbio si la podía hacer, y esto fue lo que hizo.
Rock and berries
No se puede decir que las frutas ocupen un lugar muy importante en lo que "inspirar canciones de rock" se refiere. Pero que las hay, las hay. Si bien las frutas están presentes en textos desde que Eva mordisqueó una manzana –que no haya sido una frambuesa fue cuestión de temporada–, en el rock, imperio de las drogas, el sexo, pero también del amor y de la autorreferencia –el rock mismo–, hay que hacer un trabajo cuasi arqueológico para poder encontrar alguna referencia al mundo de las frutas. El trabajo se magnifica cuando del género frutas pasamos al sub-género berries, pero ya es demasiado tarde para echarnos para atrás. A continuación, un breve e incompleto recorrido –llamémoslo un "trabajo en progreso"– , que a vuelo de pájaro se sumerge en esta apasionante relación.Podríamos empezar hablando de la hermosa y flaca cantante Fiona Apple, pero, como ya dijimos, si vamos a centrarnos particularmente en los berries, bueno, entonces tenemos a Chuck Berry, el músico nacido en 1926 que si bien no revolucionó el rock, ayudó a que el blues se volviera eléctrico. The Kinks, la banda de los hermanos Davies, en la canción "The Village Green Preservation Society", imploran: "Dios salve al dulce de frutilla y a los de todas las otras variedades". Los Beatles –que sí revolucionaron todo– te invitan a pasar una temporada al "campo de frutillas, para siempre". Johnny Cash se acuerda de las frutillas que lo salvaron de morir de hambre en Nueva York en "Strawberry Pie". Nancy Sinatra, la hija de Frank, susurra: "Frutillas, cerezas y un beso de un ángel en primavera". El dúo inglés de electropop Goldfrapp le canta a la cereza negra; los chicos no tan chicos de Sonic Youth tienen una canción que directamente se llama "Simpatía por la frutilla"; la banda de reggae inglesa, UB40, desde 1983 canta "Cherry Oh Baby". Un infaltable, por el talento, por su presencia casi magnética a lo largo de la última mitad del siglo XX –y porque canta bien, sus letras son las mejores, y porque nos gusta– es Bob Dylan. En la canción "Country Pie", una oda a los pasteles del campo, grita con su voz nasal: "Frambuesas, frutillas, limón y lima / qué me importa / arándano, manzana, cereza, zapallo y ciruelas / llamame para la cena, cariño, que ahí estaré". Nick Drake, el dulce Nick Drake, compara la fama con un árbol frutal; los franceses de Air se tiran un lance con la chica capullo de flor de cerezo.
Más acá en el tiempo, pero también en el espacio, encontramos que Kevin Johansen canta en la canción "Guacamole": "Queso con frambuesa, pongan bien la mesa". Juana Molina, desde su disco Tres Cosas advierte: "Las frutillas, los tomates, ahora no son tan ricos / porque les pusieron qué sé yo qué gen maldito". Un poco antes, Charly García y su Máquina de hacer pájaros proponían: "Vamos al mar en un buen Cadillac, frutillas rojas de Chapadmalal".
Así, la cultura popular, esta vez de la mano del rock, se acerca a la agricultura popular. Una mezcla impensada, aunque pensándolo bien, si las frutas finas quedan bien en todo, por qué no quedarían bien en una canción.
Soberbio Cárdenas.
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Cuestión que ahora necesito que manden más, a ver si se puede hacer más grande.
jueves, enero 04, 2007
llegar
Llegar a buenos aires, la ciudad, es siempre intenso. Más, cuando se llega de lejos. Del aire acondicionado -sea bondi, avión, da lo mismo- a retiro, sin escalas. Del mar, del campo, de las montañas, también, da lo mismo.
Llegar después de una noche durmiendo en la falsa horizontalidad de un falso coche cama; llegar después de una enorme luna naranja, en la enormidad de la pampa; llegar después de una semana con seres queridos: padres, hermanos, novia, familia toda, amigos, amigos de amigos, etc.; llegar después de noches de lluvia y chimenea, de fiesta de año nuevo, de desayunos interminables que devienen en almuerzos interminables que devienen en cenas interminables que devienen.
Llegar. Y sentir el olor a chipá y a alfajor guaymallén -que en realidad no tiene olor, pero podría-; chocar contra la multitud atontada que espera su vía de escape; leer los diarios paraguayos que anuncian que sandra sánchez es la nueva chica del caño, y que apareció otro cadaver decapitado, y este rito umbanda, todo con su foto color, su titular sangriento.
Llegar y caminar aletargado por un calor que parece irreal, a las siete y media de la mañana. Caminar y subirse al ciento cincuenta y dos y empezar a sudar y golpear a la gente con los bolsos que ahora parecen mucho más grande de lo que parecían. Buscar las monedas -sin uso desde la partida: en el sur las monedas no existen, como no existe el gato en tucumán-, pedir ochenta por favor y escuchar por primera vez mi voz desde que me subí al colectivo, 20 horas antes.
Llegar y saber que falta bastante para volver a irme.
Llegar a mi casa, sin mujer ni gato.
Llegar a buenos aires, un cuatro de enero, puede ser duro.
Llegar después de una noche durmiendo en la falsa horizontalidad de un falso coche cama; llegar después de una enorme luna naranja, en la enormidad de la pampa; llegar después de una semana con seres queridos: padres, hermanos, novia, familia toda, amigos, amigos de amigos, etc.; llegar después de noches de lluvia y chimenea, de fiesta de año nuevo, de desayunos interminables que devienen en almuerzos interminables que devienen en cenas interminables que devienen.
Llegar. Y sentir el olor a chipá y a alfajor guaymallén -que en realidad no tiene olor, pero podría-; chocar contra la multitud atontada que espera su vía de escape; leer los diarios paraguayos que anuncian que sandra sánchez es la nueva chica del caño, y que apareció otro cadaver decapitado, y este rito umbanda, todo con su foto color, su titular sangriento.
Llegar y caminar aletargado por un calor que parece irreal, a las siete y media de la mañana. Caminar y subirse al ciento cincuenta y dos y empezar a sudar y golpear a la gente con los bolsos que ahora parecen mucho más grande de lo que parecían. Buscar las monedas -sin uso desde la partida: en el sur las monedas no existen, como no existe el gato en tucumán-, pedir ochenta por favor y escuchar por primera vez mi voz desde que me subí al colectivo, 20 horas antes.
Llegar y saber que falta bastante para volver a irme.
Llegar a mi casa, sin mujer ni gato.
Llegar a buenos aires, un cuatro de enero, puede ser duro.
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