Ni haciendo fuerza podría recordar el día que saqué la última caja de mi cuarto sin ventanas, cerré la puerta, miré hacia el living y saludé, bajé la escalera, atravesé el pasillo largo y enmohecido, y abrí y cerré la puerta de entrada para no volver nunca más a dormir ahí, en el 3560 de la calle Olleros. Es probable que no lo pueda recordar porque no sucedió así. O, mejor, porque nunca suceden así las cosas: esos quiebres abruptos pasan en las novelas y en las películas, en la vida real todo es más pringoso y lento y el tiempo y las acciones pasan sin montaje con canciones lindas ni puntos aparte y final de capítulo. Y está bien que así sea.
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Mi cuarto tenía tres metros por dos metros, un futón japonés, un pequeño armario, un escritorio, piso de madera, una caja con cosas, un dibujo sin terminar en una pared. Tenía un discman con parlantes, postales de lugares imposibles, algunas fotos, un edredón azul. Tenía olor a quieto, oscuridad absoluta, ruidos en el techo. Tenía papeles pegados con cartas de amor y listas de compras.
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Olleros fue el teatro de operaciones de mis primeros cinco años en la ciudad. Todo pasaba ahí, entre las paredes pintadas de colores distintos y piso alfombrado. Entre el laberinto de pasillos y habitaciones; entre las paredes del baño escritas con marcador azul y la cocina llena de platos sucios y tazas limpias (nunca tomé tanto té como en esos cinco años).
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Llegamos un domingo lluvioso de mediados de marzo. Estacionamos la trafic lo más cerca de la puerta que pudimos y empezamos a bajar las pocas cosas. Yo no tenía mucho: quince cedés, seis casetes, un grabador, un discman, algo de ropa, una mochila, una valija, y muchas ganas. Hacía calor, llovía, todo estaba empañado. En el pasillo quedó la huella ciclista de la silla de ruedas.
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Antes, en el viaje, en algún lugar entre Santa Rosa y Trenque Lauquen, manejé yo. Migui quedó en el asiento del acompañante mientras el resto dormía. Pusimos un casete de Beck y después Gomez y después The Beta Band. Buscábamos el soundtrack indicado para nuestra aventura iniciática. Ahí, manejando, no hablamos mucho. Dijimos algunas cosas obvias, como "qué loco vivir en la ciudad, ¿no?", o "¿cómo mierda vamos a aprendernos las calles?", o "¿alguna vez viajaste en colectivo?". Las respuestas: "qué loco", "ni idea", "nunca".
Era la madrugada y allá adelante, en el horizonte, salía el sol.
5 comentarios:
Qué triste, Chino! No sé por qué me provoca tanta tristeza algunas de las cosas q escribís. Convengamos que soy una chica sensible, pero. No sé. Muy lindo el texto. Salutes desde la ciudad!
claro que no fue así. más bien fue undíaelchinodejóunosdiscosenlacasadeluli
y después
undíaelchinodejóunosdiscosunasremerasenlacasadeluli
y
undíaelchinodejóunosdiscosunasremerasunoslibrosenlacasadeluli
etc
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tu cuarto de olleros fue el primer y único cuarto sin ventanas que conocí
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las tazas se usaban para té pero para mate también.
mate en taza... todo es posible en olleros
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casetes?
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y unos días después empezaría el fanatismo irracional (todos los fanatismos son irracionales,no?) por la línea 39
l.
Me encantó como pocos. Olleros tiene ese nosequé.
Creo que también es de tus tiempos la foto de "Camino sin oso" que adorna la puerta.
Y las partituras. Y Dalí.
Y adhiero a Lu, jamás había estado en un cuarto sin ventanas y mucho menos en un living con pared de piedra.
Todo es posible en Olleros.
y siempre me encantó esa frase "en un abril y cerrar de otoño" que escribiste en alguna parte, de olleros, claro. acá los esperamos, exactamente en esa frase. y olleros es parte de las vidas de muchos de nos. y eso merece un brindis...vaya si me pongo a recordar también...! qué lindo fue olleros...
buena valija el blog para los recuerdos.
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