28 años
Uno más que Hendrix, Joplin,
Morrison y Cobain.
Algo es algo.
martes, junio 08, 2010
viernes, junio 04, 2010
viernes
Es petisa y tiene anteojos y arrugas en la cara y una pollera de evangelista. Entra a la oficina sin hacer ruido hasta que de pronto empieza a sonar el celular que guarda en un estuche en su cintura. El ringtone es un chamamé y tal vez porque la tomamos por sorpresa ahí dentro y no quiere contestar, o porque quiere escuchar la canción entera, lo deja sonar hasta que alguien del otro lado se da por vencido y corta. P le pregunta si baila. Querés bailar, le dice. Ella dice que no, que nunca bailó, pero que al chamamé lo lleva en la sangre. Yo nunca la vi en mi vida pero ahora en su cara creo reconocer los rasgos de sus hijos que conozco. P le habla con confianza, la tutea, la llama por el nombre, que es un nombre largo y que podría tener muchos diminutivos. Será que no bailo porque el que toca no baila, dice, ya acomodada de espaldas al calefactor. Vos tocás, ¿no?, ¿el acordeón? afirma y pregunta en el mismo movimiento P. Tocaba, y qué lindo que tocaba, pero ahora ya dejé hacer rato. Yo estoy en la escena pero no participo. Miro y asiento: ultimamente me dedico a asentir.
Cómo me gusta el chamamé, dice ella y se frota las manos y se estira la pollera. La luz del tubo fluorescente titila un segundo, el calefactor tiembla por el calor. Estoy averiguando sobre la historia del pueblo, dice P de pronto y la mira fijo. Ella se estremece de una manera extraña y dice, como acomodándose para el fusilamiento: pregunte nomás. ¿Quiénes son sus padres?
Algo cambia en esa habitación y los tres nos podemos dar cuenta de que nos estamos metiendo en un territorio desconocido. Mis padres, si son mis padres, son A y B. Ah, es complicado, dice P pero ya es tarde. Sí. Mi padre, si era mi padre, murió en mis brazos cuando yo tenía siete años: veníamos de Esquel y me dijo tengo sueño y cerró los ojos y nunca más los abrió. Yo era chiquita, pero lo recuerdo, porque desde muy chica que me acuerdo de cosas, me acuerdo de viajar en tren desde El Maitén a Esquel, sola, con seis años: el humo de la máquina, el frío de la estepa. P, ante la encrucijada de salir de ahí ya mismo o de seguir escarbando, la mira a los ojos y, como yo, asiente y nada más. Siempre sospeché que mi padre era C, un viejito simpático que vivía en Maitén, que enviudó hace unos años. El toca el acordeón no sabés cómo. En cambio, en mi familia nadie, salvo mis hijos, tienen facilidad para la música. Una vez le pregunté. Nos juntábamos cada tanto a matear con tortafritas y le dije mire, don, en el pueblo la gente comenta, usted sabe, que bueno, que en realidad mi padre es usted. ¿Y sabe qué me dijo? Nada me dijo. Ni sí ni no ni una excusa ni nada. Se puso serio y salió de la casa. Por un tiempo no me habló, me esquivó y yo no lo visité más. Pero después volví. Es muy bueno el viejito y nos queremos como... ¿Y tu mamá?, pregunta P. ¿Mi mamá verdadera o la otra? dice, y me parece ver que más allá de los anteojos los ojos están húmedos y brillantes, pero tal vez es sólo un reflejo. Ah, ¿también sospechás de tu mamá? Sí, de los dos. Antes se estilaba que una familia le dejara el hijo a otra familia y algo así sospecho. Nunca lo voy a saber, igual. Y a veces me gustaría, no por algo, no es que le vaya a pedir el campo al viejo, si ya se lo dejó todo a su hijo mayor, como se hacía antes, todo al hijo mayor, las treinta hectáreas, para que los demás -y eran como doce hermanos- no se peleen. Era fácil, antes. Mi abuelo, el padre de A, mi padre que murió a mis siete años, llegó del norte con dos amigos. Eran jóvenes y los tres se pusieron el apellido de un viejo que los recibió y los ayudó allá en el desierto. Ellos bajaron sin nada, hace más de ochenta años. Y acá era distinto, había otras leyes, otros tiempos, se andaba a caballo, había más rato para pensar. Y entonces calla y piensa y mira el piso, lleno de huellas de barro, y dice que se tiene que ir y se va.
Cómo me gusta el chamamé, dice ella y se frota las manos y se estira la pollera. La luz del tubo fluorescente titila un segundo, el calefactor tiembla por el calor. Estoy averiguando sobre la historia del pueblo, dice P de pronto y la mira fijo. Ella se estremece de una manera extraña y dice, como acomodándose para el fusilamiento: pregunte nomás. ¿Quiénes son sus padres?
Algo cambia en esa habitación y los tres nos podemos dar cuenta de que nos estamos metiendo en un territorio desconocido. Mis padres, si son mis padres, son A y B. Ah, es complicado, dice P pero ya es tarde. Sí. Mi padre, si era mi padre, murió en mis brazos cuando yo tenía siete años: veníamos de Esquel y me dijo tengo sueño y cerró los ojos y nunca más los abrió. Yo era chiquita, pero lo recuerdo, porque desde muy chica que me acuerdo de cosas, me acuerdo de viajar en tren desde El Maitén a Esquel, sola, con seis años: el humo de la máquina, el frío de la estepa. P, ante la encrucijada de salir de ahí ya mismo o de seguir escarbando, la mira a los ojos y, como yo, asiente y nada más. Siempre sospeché que mi padre era C, un viejito simpático que vivía en Maitén, que enviudó hace unos años. El toca el acordeón no sabés cómo. En cambio, en mi familia nadie, salvo mis hijos, tienen facilidad para la música. Una vez le pregunté. Nos juntábamos cada tanto a matear con tortafritas y le dije mire, don, en el pueblo la gente comenta, usted sabe, que bueno, que en realidad mi padre es usted. ¿Y sabe qué me dijo? Nada me dijo. Ni sí ni no ni una excusa ni nada. Se puso serio y salió de la casa. Por un tiempo no me habló, me esquivó y yo no lo visité más. Pero después volví. Es muy bueno el viejito y nos queremos como... ¿Y tu mamá?, pregunta P. ¿Mi mamá verdadera o la otra? dice, y me parece ver que más allá de los anteojos los ojos están húmedos y brillantes, pero tal vez es sólo un reflejo. Ah, ¿también sospechás de tu mamá? Sí, de los dos. Antes se estilaba que una familia le dejara el hijo a otra familia y algo así sospecho. Nunca lo voy a saber, igual. Y a veces me gustaría, no por algo, no es que le vaya a pedir el campo al viejo, si ya se lo dejó todo a su hijo mayor, como se hacía antes, todo al hijo mayor, las treinta hectáreas, para que los demás -y eran como doce hermanos- no se peleen. Era fácil, antes. Mi abuelo, el padre de A, mi padre que murió a mis siete años, llegó del norte con dos amigos. Eran jóvenes y los tres se pusieron el apellido de un viejo que los recibió y los ayudó allá en el desierto. Ellos bajaron sin nada, hace más de ochenta años. Y acá era distinto, había otras leyes, otros tiempos, se andaba a caballo, había más rato para pensar. Y entonces calla y piensa y mira el piso, lleno de huellas de barro, y dice que se tiene que ir y se va.
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