jueves, junio 13, 2013

jueves

En una fuente llena de animales muertos y plantas acuáticas en un castillo abandonado, ahí en el fondo, con barro y sedimento cubriendo el estuche, encuentro nuestra cámara de fotos. La cámara que teníamos hasta recién en nuestras manos. Le digo a Lu: ¿qué hace nuestra cámara ahí? Y meto la mano, entre zorrinos y serpientes estáticas, hinchadas, y llego hasta la cámara. La abro y es la nuestra. Miro las fotos y se las muestro a Lu: ¿cuándo pasó esto? ¿por qué tenemos cara de asustados?
Pasa un rato hasta que nos damos cuenta de que las fotos son de situaciones que todavía no sucedieron. Y que falta poco para que lo hagan.

Antes, sueño con una ciudad de Buenos Aires arruinada, y una función de ópera al aire libre que hacía más tangible la decadencia. Están Macri y Edgardo Mocca. Hay una parte de la ciudad con la que sueño siempre, que tiene como un túnel subfluvial y varios edificios altos, separados entre sí por un patio de cemento que se parecen a unos edificios que fui una vez, en el que vivía una compañera de la facultad, en avenida La Plata y algo, por allá lejos. Hay autos de carreras y semáforos y una banda de dieciseis músicos que tocan una música extraña, aunque yo sólo tengo ojos para la señora que toca el xilofón.

miércoles, junio 12, 2013

miércoles

F. dice que debería escribir sobre mis viajes de trabajo. Sobre los amaneceres y atardeceres en la ruta. Sobre las cosas que hablamos y sobre esos silencios que envuelven las cosas que hablamos. Sobre caminar en las calles de viento de Bariloche y en las calles de resolana de Esquel. Sobre los encuentros con esos otros tan distintos, en lugares tan alejados, con los que hablamos de cosas que olvidamos apenas se abre la puerta y entra el aire y sale el humo de la salamandra; salen nuestras voces y rebotan contra el bosque y los ñires y entran los mugidos de algunas vacas, el olor a bosta, el crepitar de las hojas con la helada.
Sobre el camino mismo: el asfalto azul oscuro y las líneas, que para el sur son blancas e intermitentes y para el norte amarillas, contínuas y van de a dos. Y con esa información alguien podría inferir el resto de las cosas, como que para el sur todo es estepa y líneas rectas y colores ocre, marrón, gris y para el norte es curvas y montañas y verdes y azules.
Sobre el cambio de los colores, dice F. que debería escribir. Sobre los tapices en las montañas que están al este, esas que tienen nombre pero los olvidamos y apenas si recordamos esos nombres que les inventamos hace ya tantos años en un viaje en la camioneta blanca cuando el camino era de ripio. Tapices naranja-amarillo-verde-rojo, todo mezclado, como en un sueter peruano y arriba del todo las piedras nevadas o las piedras llovidas, que son piedras negras, oscuras, como fortalezas abandonadas.
Sobre los lagos, que se manejan con patrones estables, el primero siempre espejado, el segundo verde e inquieto y el tercero gris y furioso. Y el cuarto, que en realidad es el Nahuel Huapi, pero que no cuenta porque está ahí y lo damos por hecho, aunque a veces lo miremos distraídos desde la oficina del séptimo piso y veamos los rayos del sol que aparecen y desaparecen sobre su superficie como una bola disco que alguien dejó prendida y después se fue.
Sobre esas pequeñas distracciones que hacen soportable un viaje, como calcular los kilómetros que se acumulan en el tablero del auto y compararlos con la hora e intentar calcular cuánto avanzamos en cuánto tiempo y saber que si acelero un poco más puede que llegue para tomar un mate, o para pedir comida, o para ver a Juan y a Manu que se ríe apenas abro la puerta y sacude sus brazos y las piernas y está contento, aunque no emita ni un sonido.
Sobre los viajes en colectivo y esas pautas que se hacen visibles con la repetición, con la insistencia: el chofer de las ocho, el de las nueve cuarenta, el de las diecisiete. El que se sube en Onelli y se baja en el Gutiérrez, las maestras de la escuela de Los Repollos, los que van al hospital o a hacer trámites y viajan con vos de ida y de vuelta y si bien nos reconocemos no nos decimos nada ni hacemos ni un gesto, pero están ahí.
Sobre los kilómetros, esa franja que va desde el 1740 al 2020 y que la recorremos para arriba y para abajo como si viajáramos en el tiempo, para atrás y para adelante, ida y vuelta, desde la Revolución Industrial hasta el fin del mundo. Marcando hitos: nacimientos, muertes, guerras, descubrimientos, mundiales de fútbol, discos. Y al lado del cartel del kilómetro-año una retama o una piedra o una oveja a la que no le interesa nada la referencia histórica ni la kilométrica.
O sobre la vez que volvía en el auto gris y vi venir, en sentido contrario, a Madre y Padre que hablaban o cantaban o hacían gestos en la cabina de la camioneta y no me vieron pasar, y la sensación de haberlos tenido por un segundo o un poco menos, a dos, tres metros de distancia, al alcance de un brazo estirado, pero rodeados de velocidad y fierros y viento y ruido de motores y después, menos de un segundo después, ya todo había pasado.
Algún día, le digo a F., voy a escribir sobre todo esto. Tengo que encontrar el momento.