miércoles, marzo 30, 2011

miércoles

Es otoño y para completar el cliché las hojas de los árboles están amarillas y los días más cortos y yo no paro de comer manzanas. Las manzanas son de la chacra y son rojas, con matices que van del amarillo al naranja y su cáscara apenas se resiste a los dientes y después es todo jugo que salpica para acá y para allá -para acá: el teclado, para allá: el monitor- y mientras mastico escucho el eco, en la casa vacía, de todo ese chirriar de jugo y fructosa y carne blanca porosa. Las manzanas más ricas del mundo salen de unos árboles que están en la chacra, a lo largo de un camino de tierra y pasto, que de a poco se llena de piedras que el perro saca del río y deja por ahí. Las manzanas caen con el viento y se desparraman por el piso. Las manzanas, tarde o temprano, llenan todo de un olor que es distinto según quién lo huela, porque es un olor subjetivo. Para algunos -los más- es el olor de un recuerdo, de una casa vieja allá en la infancia, de un altillo vacío y oscuro con el piso lleno de manzanas, nueces y zapallos esperando el invierno, de una época donde todo era en pequeña escala: el día a día, los planes, el futuro. Para otros -los menos- es el olor de un lugar donde se acumulan cosas, un mercado, un depósito y no hay recuerdos, sólo la sensación de abandono y derrota. Para mí las manzanas son muchas cosas. Pero no profundizo: de la canasta verde agarro una y la lustro contra la remera y miro sus vetas y los dibujos en la cáscara y sus imperfecciones, manchas y picaduras. Después la muerdo y ya me distraigo en otra cosa cosa y no le presto más atención hasta que la termino y empiezo a masticar las semillas que son almendras en miniatura y después el corazón hasta quedar con el cabito entre los dedos para dejarlo en cualquier lado. Todo el día como manzanas. En algún momento de la tarde me arrepiento y digo no debería. Pero sigo.

martes, marzo 29, 2011

martes

Hace un tiempo que la gata caza lagartijas, les corta la cola, juega un rato y, cuando se aburre o cuando la lagartija ya no responde -cosas que van de la mano-, se la come. El rito es invariable. Lo único que varía es el tamaño de las lagartijas, pero tampoco tanto. Alguna vez nos preguntamos de dónde sacaría tantas, todas del mismo color, todas opacas y marrones, todas condenadas. Pronto dejamos de prestarle atención. Hoy, mientras volvía en el auto, con los ojos cerrados de resolana, con el viento y el polvo avanzando en contramano por la calle que antes, en otro lugar, es avenida y tiene asfalto y negocios; hoy, decía, vi a lo lejos la figura de la gata. Y si bien todos los gatos son parecidos y la gata estaba lejos y había viento y polvo y resolana, la reconocí enseguida. Cruzaba la calle, venía del aeropuerto. Llegué a casa antes que ella y después de cerrar el portón me senté a esperarla: todavía tenía que atravesar el baldío que en realidad es un bosque de cipreses que en realidad es un loteo que en realidad es el lugar ese en el que las bandurrias se juntan a gritar su canción de amor y donde los caballos del señor sin un brazo pasan la noche y donde de vez en cuando, sobre todo algunos fines de semana, entro a buscar leña para los asados y a camino entre cipreses, condenados como las lagartijas y mosquetas y pasto y miro alrededor y podría estar solo en el mundo. La gata salió un tiempo después y en la boca traía una lagartija. La dejó en el piso y jugó un rato, se aburrió, la comió y se acostó frente a la puerta. Cosas que pasan. Un martes.

jueves, marzo 10, 2011

jueves

A veces me acuerdo de cuando escribía en este blog. Fue hace ya un buen tiempo: todavía no había llegado el verano, aunque había días en que salía el sol y se iban las nubes y el cielo azul parecía un techo pintado por alguien que sabía cómo mover la brocha para no dejar manchas, imperfecciones, huellas; no hacía calor, pero alcanzaba para estar en remera y sacarse las zapatillas y pisar descalzo y enredar pastos verdes entre los dedos blancos de efficient. También, cuando escribía en este blog, había días en los que llovía esa lluvia vertical que toca sobre el techo de zinc canciones tristes, en tono menor, sin estribillo y siempre iguales entre sí. Pero la mayoría de los días pasaban entre nubes grises y resolana blanca: días de ojos entrecerrados y ceño fruncido, días en los que el horizonte de montañas se fundía con el horizonte de polvo y nubes y viento y era mejor quedarse en la casa y cerrar las cortinas y esperar.
Cuando escribía en este blog los días eran cortos aunque de a poco estaban empezando a alargarse cada vez más y ese momento extraño, en el que el día todavía no termina y la noche no empieza, hacía que las cosas se vieran distintas, deformes, pero una vez que prendíamos las luces del jardín lo distinto y lo deforme ya no importaba más porque no lo veíamos y reíamos mientras los mosquitos y las polillas chocaban contra las ventanas.
Cuando escribía en este blog todavía no había pasado el incendio que, con la furia de un verano sin lluvias, arrasó casas y árboles y cruzó la ruta y subió montañas y quemó bosques enteros. El incendio duró dos días y esos dos días fueron suficientes. Entre las casas que quemó el incendio estaba la casa y el restaurante de Nico y todas las cosas que había adentro. Estaba el techo tapizado con lavandas y el piso de cerámicos blancos, estaban los discos que escuchábamos esas noches cuando nos quedábamos solos y prendíamos cigarrillos y probábamos licores. También se quemó la casa de Aye, pero la segunda casa de Aye: la anterior se quemó hace diez años.
Cuando escribía en este blog Juan todavía no había empezado el jardín ni se sabía todos los colores ni cantaba la del mono liso ni tarareaba Carmen.
Cuando escribía en este blog era diciembre y era otro año. Ya es hora de retomar.